domingo, 20 de enero de 2013

Quiero nombres


La piel fría (2003), de Albert Sánchez Piñol, es un meritorio ejemplo de terrorismo literario pergeñado por un escritor peninsular: para asustar no son necesarios un apellido anglosajón, vampiros de los Cárpatos ni casas aisladas en el Medio Oeste americano. Pero lo primero que espanta en la novela de Sánchez Piñol no es la trama, sino la aparición de uno de sus personajes. Que dice llamarse, sí, Batís Caffó.

El lector espera a que el novelista se desdiga, a que se trate de una broma, de un mero apodo, de algo provisional y desechable. Pero no. Uno de los protagonistas de la historia se llama Batís Caffó y va a seguir llamándose así a lo largo de las casi doscientas páginas que abarca. Resignación.

No se me ocurre manera más drástica de arruinar a una criatura de papel que darle un nombre inapropiado. Ridículo, estúpido, inútil: el de Batís Caffó es el más reciente con el que he topado, pero también hay otros. Y a la inversa: nombres radiantes, espléndidos, que hechizan al lector con la sola fuerza de su sonido. Saber bautizar personajes es también una virtud literaria, no siempre tan abundante como se desearía. A bote pronto, y no porque sean amigos o maestros míos, pienso que unos buenos autores de nombres son Javier Calvo (Menelaus Roca, Max Téller, Semproni de Paula, y los saco sólo de uno de sus libros) o el gran César Mallorquí (Ulises Zarco, Alejo Zarza). Pérez-Reverte no es ni maestro ni amigo mío y también sabe elegir: Flavio La Ponte, Varo Borja, Boris Balkan. En general, aquellos escritores que provienen de la literatura popular, el cómic o la industria del entretenimiento son los más conscientes del poder de un buen nombre para dar carne con sus solas letras a un individuo que no existe.

Un literato más académico y, digamos, de etiqueta como Antonio Muñoz Molina también está al tanto de la importancia de la nomenclatura. En su libro de estilo Pura alegría (1998) escribe:

Nombrar es un acto mágico, como creían los antiguos y siguen creyendo los primitivos. Mediante el nombre se transmite al recién nacido el alma de un antepasado: el nombre es el núcleo y la cifra de la identidad, y el novelista sabe que si da un nombre equivocado a un personaje le otorgará una identidad falsa que le impedirá existir plenamente (Alfaguara, página 49).

sábado, 19 de enero de 2013

Vestirse para la cena


En 1903 se publicó The riddle of the sands (en castellano, El enigma de las arenas), una novela de Erskine Childers que pasado el tiempo de su aparición fue reconocida como el inicio de un nuevo género, el del thriller, y considerado uno de los relatos de suspense y espías más sólidos de todos los tiempos. La historia cuenta las vicisitudes del narrador y su compañero Davis a bordo de un yate en las costas frisias del norte de Alemania, donde se cuece un avieso plan: hay naves ocultas entre los canales, reuniendo pertrechos para una posible invasión de las Islas Británicas. La Gran Guerra estaba a la vuelta de la esquina y el miedo al desembarco del enemigo siempre ha sido una constante en el largo censo de las desconfianzas británicas. El capítulo primero de la novela comienza con un párrafo del que me acuerdo a menudo. Traduzco:

He leído acerca de hombres que, cuando son forzados por el servicio a vivir durante largos periodos en completa soledad —salvo por unas pocas caras negras—, han convertido en una regla vestirse correctamente para la cena con el fin de conservar su autoestima y evitar una caída en la barbarie.

Es cierto, sólo la disciplina nos salva a menudo de caer en el desorden y la barbarie. Por eso retomo aquí el blog largamente abandonado por mi desidia: reconozco que el hecho de verme obligado regularmente a insertar una entrada me oxigena las ideas y me recuerda que si las cosas no se dicen en voz alta nunca llegan a ser cosas del todo. Esperemos que la llamada al orden de Childers se conserve fresca en mi cabeza y no permita que acabe convirtiéndome en un salvaje. Veremos.