sábado, 30 de junio de 2012

Cría cuervos



También yo he incurrido en el pecado de las historias con cameo. Mi última novela publicada, Tormenta sobre Alejandría, contaba entre sus protagonistas a Hipatia, la famosa matemática y filósofa que en su día deslumbró por belleza y sapiencia a sus barbudos contemporáneos de la capital del Mediterráneo. La receta consiste en lo siguiente: uno toma un argumento que podría situar en cualquier otra época o lugar, que podría endosar a cualquier otro individuo, e injertarlo, a veces con calzador, en la biografía de un nombre de postín. La literatura reciente ofrece casos a porrillo, y, siguiendo la corriente, lo mismo el cine: el notorio personaje histórico, político, artista, escritor que por azares de la vida se convierte de pronto en centro de una trama oscura sobre la que debe aportar luz. El autor de novelas policíacas que de repente deviene detective; el presidente de una nación que ahora mata zombis (glup); el episodio oculto de la mocedad del gran hombre sobre el que los cronistas suelen pasar de puntillas. Ahora veo que el turno le ha llegado a Edgar Allan Poe: en España acaba de estrenarse El enigma del cuervo.

Supe de esta adaptación (no sé de qué, pero así la llaman los periódicos) hace unos meses, cuando la película se presentó en EE. UU. y el blog de ficción fantástica Tor le dedicó una crítica demoledora. Copio el párrafo que abre fuego:

“Bueno, The Raven no es muy buena. Selecciona al azar detalles de algunos de los cuentos de E. A. Poe y un puñado de tópicos sobre su vida y los injerta en un relato de progresivos asesinatos en serie en el cual el personaje de Poe, el más visible, es perfectamente superfluo.”

Ninguno de los defectos que el reseñista achaca a la cinta me sorprende: oportunismo, argumento traído por los pelos, truculencias de adolescente, psicokiller del montón son armas de las que la industria yanqui se sirve a menudo y que lo mismo le sirven para roto que para descosido. Supuestamente, el filón de la cosa se halla en la figura del carácter principal, Edgar Poe, inventor de la ficción policíaca y seguramente el mayor terrorista (en calidad y cantidad) que la literatura ha dado jamás. Cómo dejar pasar de largo a un tipo que soñaba con entierros prematuros y se asomaba a los precipicios por pura diversión, que resolvía acertijos lógicos para pasar la tarde, que decidió enfrentar a una pura máquina de raciocinio (monsieur Dupin) contra los detalles de un asesinato brutal y escandaloso ocurrido en una lejana ciudad del otro lado del mar. Debo, debemos tanto a Poe que es difícil imaginar la cultura contemporánea sin él (sobre eso ya escribí en su día esto): pero el homenaje que le tributa James Mc Teigue (director de The Raven, que se llama la película en el original) no parece hallarse muy a la altura.

Aunque me dé repeluco, es probable que acabe viendo la película y ya os contaré. Mientras tanto, me da por pensar que, a pesar de su muy romántica vida, de su misteriosa muerte y sus obligatorios relatos, el de Edgar Poe es un personaje que la ficción no ha depredado a menudo. Está, aparte del homenaje de mi amigo Félix J. Palma en su recién salida El mapa del cielo (que recomiendo, claro), aquella atroz cosa de Matthew Pearl a la que no debéis acercaros ni bajo los efectos de los estupefacientes (La sombra de Poe, prefiero no indicar fecha ni editor), y, es cierto, una novela muy curiosa de Andrew Taylor sobre la que caí no ha tanto y que fantasea con los años mozos del autor de El cuervo. Se titula The American boy y en castellano ha sido traducida como, creo, Un crimen imperdonable (Edhasa, 2005): centrada en la juventud británica de Poe, se trata en realidad de la historia de su preceptor, un individuo enamoradizo y algo bobo que sin comerlo ni beberlo se ve inmerso en una trama de suplantaciones de personalidad y herencias robadas. Esta tiene poco que ver en realidad con Poe, pero por lo demás está bastante bien. En fin, si me acuerdo de algo más lo iré poniendo por aquí. Y si alguno de vosotros va a ver la película, le invito a que deje sus impresiones abajo: me gustaría mucho equivocarme.

lunes, 11 de junio de 2012

El libro más bello del mundo




Hay libros que marcan nuestra vida: ritos de paso que, igual que personas, paisajes, palabras, cifran un punto concreto de nuestro pasado en el que el mundo se convirtió en otra cosa. A veces, en momentos de flaqueza, cuando los objetos se vuelven menos sólidos a nuestro alrededor y las torres amenazan con derrumbarse, regresar a esos libros es como recogerse en casa; navegar hasta puerto seguro, refugiarse en la cabaña ante el acoso del vendaval. Es lo que me sucede a mí con una obra que he estado revisitando en las últimas semanas, a la que me han vuelto a conducir diversos descarríos del cuerpo y del alma. Se trata de uno de los libros más bellos que existen: la Ética de Spinoza.

La Ethica ordine geometrico demonstrata, o Ética demostrada según el método geométrico, fue el título álgido de Baruch Spinoza, filósofo holandés de raíces ibéricas que vivió entre 1632 y 1677. Los retratos nos lo presentan como un hombre pacífico, anodino, de piel de oliva, con una eterna gola que en los óleos se cubre de una pátina ocre y una cabellera que recuerda a un guitarrista de glam rock. Su historia es instructiva: judío de religión y cultura, fue expulsado de la sinagoga por librepensador y vivió pobremente en un suburbio de Ámsterdam ganándose la vida como pulidor de lentes. Por las tardes (las tardes a las tardes son iguales, escribe Borges en uno de los dos poemas en que le homenajeó), se dedicaba a fumar, meditar o conversar con sus amigos sobre Dios y la libertad, temas a los que, más que a ningunos otros, consagró sus insomnios. Supongo que en esos ratos de júbilo espiritual redactaría la minuciosa orfebrería que conforma su Ethica, entre otros textos. Una Ethica, por cierto, que jamás se atrevió a dar a la imprenta por temor a represalias y que se difundió sólo después de su muerte. Durante siglos, esa obra le granjeó el exigente título de hombre más odiado del mundo: ningún ateo, hereje, criminal ni demonio pudo compararse con él.

Al internarse en la Ehica, la mente queda perturbada de inmediato por la forma. Para desplegar sus ideas principales, Spinoza eligió los rigores del método geométrico: como en un juego de la oca matemático y demencial, las definiciones ceden el paso a los axiomas, los axiomas a los postulados, y todos allanan el camino para proposiciones numeradas en cifras romanas que tienen el sabor a granito y verdina de la eternidad. Si la poesía es forma, entonces la Ethica es la mayor obra de poesía del mundo. Para demostrar a los hombres que el amor intelectual a Dios es la cima de la perfección y de que tenemos la obligación de la alegría, entre otras metas, Spinoza eligió una disciplina férrea, desnuda, mecánica, que deslumbra al lector con su avalancha de referencias cruzadas y el aspecto aparentemente descarnado de las deducciones. Todo en la obra parece suceder en abstracto, a salvo de las contingencias de los hombres, como un fenómeno natural que no se puede aprobar o condenar por las buenas, sino que sólo cabe admirar. Como su autor quería que hiciéramos con todo, con lo único que existe: la Naturaleza, es decir, Dios.

Spinoza asienta de antemano que todo es una única sustancia de la que nosotros, los hombres (igual que los pájaros, y las nubes, y las colillas, y las melodías, y las guerras, y los recuerdos) no constituimos más que meras modificaciones o aspectos. El hombre no es libre porque tampoco Dios lo es: debe expresar su infinita potencia sin cesar, debe ser hasta agotarse (si ello fuera posible), poniendo toda su esencia infinita en el despliegue. Por eso todo ente, toda cosa individual, toda persona desea perseverar en lo que es, desea existir sin cesar. Por eso todo cuanto le ayuda en ese objetivo es bueno, y por eso el regocijo es deseable y la tristeza no. Y por eso, en fin, no cabe mayor felicidad que la contemplación de ese todo que colma las esperanzas de un intelecto ávido de eternidad.

¿Arduo? Seguramente. ¿Árido? Os aseguro que no. Parece quizá algo tonto querer buscar cobijo en sitios tan abstrusos y accidentados habiendo a mano eurocopas, porno, Nadal, etcétera. Pero a ello respondo precisamente con la última frase del libro que ha vuelto a salvarme (Parte V, proposición 42, escolio): Sed omnia praeclara tam difficilia quam rara sunt. Que todo lo excelente es tan difícil como raro. Gracias, Baruch.