miércoles, 25 de mayo de 2011

Carne y hueso, tinta y papel


 Las últimas innovaciones en el terreno de la transmisión de la información han inducido a ciertas mentes a incurrir en un nuevo lugar común: que da igual papel o pantalla y que lo importante es el texto, esa entidad inmaterial que sobrevive a cualquiera de sus avatares terrenos, estén estos compuestos de silicio o celulosa. Yo no estoy de acuerdo. 

Porque creo que los libros, los libros físicos, con sus pastas, y las guardas, y el lomo, el papel y las letras, son irreemplazables, y que una misma novela, en una edición y en otra, es una novela distinta: igual que una mujer vestida de noche, en pijama o desnuda, no es la misma mujer. Lo cual no obsta para que no me sienta profundamente maravillado ante los más recientes inventos en el ámbito de la edición digital y para que codicie un e-book que, supongo, más pronto que tarde acabará por caer en mis manos: pero lo que niego es ese supuesto espiritualismo según el cual la obra puede sobrevivir a sus encarnaciones y no tiene nada que ver con la carne y el hueso (papel y tinta) que la soportan. Eso, sencillamente, no es verdad. Y os contaré una pequeña anécdota para demostrarlo.


La otra tarde vi que han vuelto a reeditar a Borges. Ya había sabido por el periódico que su viuda Kodama había desviado los derechos de la histórica Emecé, que los monopolizaba desde aquella primera edición de Obras Completas de los años sesenta, a Mondadori, y este último grupo, no sé si en la esperanza de sacar provecho a un bizcocho mordido y remordido hasta la saciedad (al margen: ¿la gente sigue en serio comprando a Borges? ¿Es verdad eso de que el Quijote es el libro más vendido en lengua castellana?), ha vuelto a sacar al viejito en formato de bolsillo y en distinguidos tomos de cartoné donde se congregan su poesía completa y todos sus cuentos. Hojeé los de bolsillo: Ficciones, El aleph, Inquisiciones. Las portadas poseían atractivo, con colorines y geometrías que hubieran servido para decorar la consulta de un psicólogo, muy op-art, y el papel era suave y fragante, como debe ser: pero la tipografía me repelió. No es que tenga nada contra ciertas tipografías, simplemente es que aquellas efes y eses y puntos y comas con olor a lavanda lisérgica no eran las que correspondían a Borges. El Borges que yo conocía se expresaba de otro modo.

¿De qué modo? Una de las primeras cosas que hice en cuanto cobré algún dinero por quedar finalista en esos concursillos de narrativa de pueblo a los que me presentaba sin faltar cuando era adolescente, fue adquirir las Obras Completas de Borges, en la edición en pasta dura de Emecé que hasta hoy era, creo, la más distribuida. Debo reconocer que tampoco aquél era el Borges que me había entusiasmado por primera vez; pero el hecho de tener todas sus ocurrencias en un solo volumen, por no hablar de la oportunidad de deglutir material que hasta entonces no había rozado mi boca (Borges oral, Siete noches, La memoria de Shakespeare, y otras), compensó el despropósito. Desde entonces, reconozco que me convertí en un obseso de Borges (es un triste tópico de mi vida, la obsesión: los libros, los rinocerontes, la literatura policíaca, Alemania, Bruno, Spinoza, Schopenhauer, las guerras mundiales, Tintín, los Playmóbil, materiales y materiales muchas veces inútiles y siempre desordenados, acosando las cuatro esquinas de mi cuarto y apoderándose insidiosamente del resto de la casa). Me hice con los dos tomos de Obras Completas que editó en quiosco RBA y que ofrecían en facsímil la misma versión de Emecé, sólo porque eran baratos, y luego, al darme cuenta de que resultaban demasiado pesados para cargarlos en la faltriquera (porque siempre he considerado necesario llevar encima un botiquín con algo de Borges), adquirí algunos títulos de la (nueva) edición de bolsillo de Alianza, la de las portadas de El Bosco. Luego, mi hermana Berta me ha traído de Buenos Aires (donde nunca he estado) una primera edición de Inquisiciones que, aparte del valor documental, tampoco he llegado a digerir del todo. Ninguna de esas variantes me ha contentado por completo, aunque sirvieron para el apaño. Ninguna de ellas podía suplir a las originales: al Borges auténtico, el que me deslumbró en mi habitación cuando tenía quince años y soñaba con convertirme en escritor.
 
Un verano, antes de los noventa, yo me encaminaba diariamente a la biblioteca de mi barrio recién acabado el desayuno. Lo hacía temprano, porque aquí el calor pega en cuanto el sol roza las azoteas de los edificios más altos, y pasaba la mañana en aquel local situado junto a una comunidad de vecinos donde el olor de las cañerías se mezclaba con el sudor de los estudiantes y el del papel viejo acumulado en los anaqueles. El ayuntamiento del pueblo no contaba con un recinto más apropiado para almacenar la colección de volúmenes que pertenecían al interés público y los había hacinado, a ellos y a quienes convivían con ellos, en un semisótano en penumbra, sin ventanas, al que se accedía a través de un laberinto de desagües, perros vagabundos y ropa tendida. En ese arrabal, yo aprendí muchas cosas y me enamoré muchas veces. Recuerdo la primera edición de Rayuela sobre la que caí, ese libro arrebatador y jeroglífico con la portada dura de color carmesí y un aluvión de notas eruditas brindadas por el profesor Amorós, que me demostró, ay, que una de las formas de la incomprensión es el exceso de información; recuerdo El reino de este mundo, de Carpentier, en la colección descabalada de Seix Barral de clásicos del siglo veinte; Sartre y Camus, porque yo era tímido y quería convencer a todos de que eso significaba ser intelectual; La muerte de Arturo, de Malory, en la paráfrasis de Steinbeck; y a lo que iba: Borges, en la edición de El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial, con portadas de Daniel Gil. Las recuerdo todas como si las tuviera delante, y aún puedo percibir el tacto arrugado de la encuadernación, que había conocido un millar de manos anónimas, las fechas que cubrían la tarjeta de préstamo, marcadas con tinta azul, y el pésimo papel químico que amarilleaba en los bordes; y sobre todo: la tipografía; apretada, pragmática, renglón tras renglón, el título de cada cuento o artículo en la esquina superior izquierda, con una decena de puntos y aparte antes del inicio de la primera línea, las notas a pie de página de un tamaño que hubiera inducido a presbicia a un habitante de Liliput, las cursivas y los paréntesis con olor a libro viejo, de los que se hacinan en las tiendas de los traperos. Mi Biblioteca de Babel, mi Funes, mi Uqbar, mi Aleph son esos y sólo y esos y todos los que vinieron antes o después no constituyen sino discutibles variaciones sobre el tema original: más limpias y cuidadas a veces, no lo niego, pero no auténticas.

El drama es que no poseo ninguna de ellas. Tanto las amaba que, cuando las tuve, las regalé una a una. A gente que no la merecía, claro, que es a quien se regalan las cosas.

domingo, 15 de mayo de 2011

La momia


A pesar de su apetitosa envoltura, también la señorita que encabeza esta entrada estaba compuesta de bacterias, gases innobles, carne que se corrompe y fango. Naciones enteras de microbios bebían de las riadas de su sangre, igual que en la tuya y en la mía, se repartían por las cloacas de sus intestinos y aguardaban pacientemente, en orificios públicos y secretos, a que llegara su momento. El momento de la muerte: aquel en que las células no contarían con poder para seguir replicándose y aquel festín de tejidos sería pasto de colmillos y trompas sólo asequibles al poder de los microscopios. Entonces, como sabe cualquier necrólogo, el hidrógeno liberado en el proceso de descomposición se combinaría con la hemoglobina contenida en la sangre y lo que antes habían sido órganos, músculos, nalgas y pezones comenzarían a sucumbir ante manchas verdinegras acompañadas de un hedor insoportable, el olor del otro mundo. Al menos es así en la gran mayoría de los casos. Es así siempre que los líquidos corporales, que forman el ochenta por ciento de nosotros mismos, liberan a su buen criterio a todas las criaturas ocultas que medran en su interior. Es así salvo en un caso: en el de que esos líquidos, natural o artificialmente, desaparezcan. Entonces no hay cadáver: hay momia.

Aparte de egipcios y mesoamericanos, también la naturaleza ha demostrado aptitudes espontáneas para la momificación. Basta con que, sometido a una altísima o bajísima temperatura, el cuerpo evapore o congele sus fluidos para que se produzca dicho proceso. Hay ejemplos a manos llenas. Las primeras momias del valle del Nilo eran individuos en posición fetal enterrados bajo la arena: el sol proyectado sobre ellas encendía un horno que no tardaba en cocinarlos y dejarlos convertido en mojama, estopa y trapo. La famosa Ginger del British Museum constituye una digna representante de esta variante. En cuanto a la otra, la momia por congelación, también hay candidatos para llenar un listín: desde el famoso protosuizo Ötzi, hallado en los Alpes después de seis mil años de sueño y ultracongelación, hasta el inquietante John Torrington, cuya tumba fue exhumada en 1984 en el Ártico canadiense; Torrington formaba parte de la expedición que sir John Franklin emprendió en busca del Paso del Noroeste en 1845 y parecía haberse dormido en el ataúd el día previo a su hallazgo bajo dos metros de hielo. Los climas extremos lo han cristalizado, lo han hecho eterno a su modo. Igual que a Yvette Vickers.

Esta rutilante protagonista de las masturbaciones de nuestros abuelos fue miss Playboy en julio de 1959, después de encabezar los repartos de algunas cintas de ciencia ficción de serie B entre las que se cuentas títulos tan contundentes como El ataque de la mujer de quince metros (Attack of the 50 feet woman, 1958) y El ataque de las sanguijuelas gigantes (Attack of the Giant Leeches, 1959). Ignoro los detalles de su biografía, pero supongo que no debe de seguir derroteros demasiado distantes de las de otras estrellas de su mismo espectro: los flashes de las cámaras no tardarían en oscurecerse y todas las fotografías que acabaría por ocupar serían aquellas que se suelen conservar en viejas latas de galletas. Yvette Vickers contaba con la venerable edad de 82 primaveras y se había convertido en una mujer reservada, casi taciturna, según la describen sus vecinos; vecinos como ese que, alarmado por la cantidad de correo que se acumulaba en su umbral y por no haber obtenido respuesta de ella después de pulsarle repetidamente el timbre, avisó a la policía. No había mal olor en la casa. Y no podía haberlo, porque, aunque era cadáver desde aproximadamente un año atrás, Yvette no se pudría. Había muerto junto al radiador encendido: era una momia. Nadie se había acordado de ella en los últimos doce meses, lo que facilitó la acción de la naturaleza; esperemos que sí hubiera alguien dispuesto a acordarse de pagar la factura de la calefacción.

El destino es un autor enigmático, con un peculiar sentido de la justicia literaria. Consideró que Yvette había debido toda su fortuna al cuerpo en que vivió, y no quiso que ese servicial envoltorio se perdiera con la muerte. Que así sea.