domingo, 6 de noviembre de 2011

Micropolítica


 
La edición digital del diario El país me ha propuesto una pequeña colaboración para celebrar (es un decir) la gran fiesta de la democracia de que todos disfrutaremos en fecha de tan incierto renombre como el 20 de noviembre. En la web correspondiente, servidor y otros autores nacionales y extranjeros (de habla hispana) presentamos cada uno un microrrelato cuyo protagonista son elecciones, candidatos o urnas y que no excede de los 280 caracteres, espacios incluidos. Como algunos de vosotros puede ser tan perezoso como para no cliquear en el enlace o buscarme entre el censo de microcuentistas de la página, incluyo abajo mi texto para que nada se pierda. Y recordad, amiguitos: en el primer mundo, ser libres no es un derecho, sino una obligación. Id a votar, hombre.

La urna

En aquel colegio, la lista más votada fue la de Kleenex; la seguía Scottex, y luego Colhogar y Renova. Cuando un vocal opinó que se habían equivocado de urna al contar, el presidente lo negó: sin duda, aquello era una elocuente protesta sobre el valor auténtico de la democracia.

domingo, 23 de octubre de 2011

Lealtad


Habitualmente, la palabra lealtad nos evoca banderas, uniformes y juramentos sagrados, vidas dedicadas a una causa que exige sangre y que sólo de lejos tiene que ver con nuestros desvelos y congojas diarios. Pero lealtad es también el nombre de la amistad, del amor, de la cercanía y el consuelo que les debemos a esos seres que comparten con nosotros el plato de sopa y la conversación previa a que las luces se apaguen y todos nos marchemos a la cama, a soñar con los castillos de mañana. Lealtad es también el vocablo con que designamos la esperanza en nuestros ideales, la convicción de que el mundo, por bronco y hostil que sea, no tendrá poder para derribarnos ni para eliminar como un vendaval los ladrillos con los que nos gustaría ver edificado nuestro futuro, ese apartamento amplio y lleno de habitaciones del que a veces parece que hemos perdido las llaves. Hoy quiero hablar de la que tal vez es la entrada más valiosa del diccionario, esa lealtad, esa fidelidad a nosotros mismos y a quienes nos aman que debe sostenernos en los momentos en que nuestro camino serpentea por los bordes del abismo. Porque existen traiciones mucho más nocivas que las que dañan a la patria o a una promesa entregada: la peor traición consiste en dar la espalda a los espejos.

A veces, ser leal nos exige sacrificios que los demás no comprenden, y que incluso escapan a la pobre inteligencia de nuestros cerebros. Nos sorprendemos de que existan personas que calzan las mismas zapatillas de su adolescencia, aunque ya casi no sean más que pedazos de trapo llenos de hilachas y mugre; nos llama la atención que haya quien regresa como un peregrino a la casa que le vio nacer, tal vez hoy únicamente un solar con las vigas desnudas y tapias cubiertas de desconchaduras; nos alarma descubrir que conservamos en la agenda un número de teléfono que deberíamos haber tachado, en una página que debería ser arrancada pero que a veces repasamos con nostalgia o dudas. No se asusten ni piensen en psicólogos si todavía se encuentran un pijama viejo en el fondo del cajón o se niegan a condenar a la basura los cuadernos de caligrafía de la escuela: ustedes saben, aunque no lo entiendan, que esos objetos desamparados exigen su lealtad y que abandonarlos supondría una traición espantosa. Un pecado mucho mayor, sin duda, que no ponerse de pie al escuchar un himno.

lunes, 1 de agosto de 2011

Retratos en miniatura y la enciclopedia al oído



Correría el año 2004 ó 2005, no sé, cuando me curtí como guionista de televisión en el programa de Canal Sur 2 Las 1001 noches. Aunque guionista es palabra que puede inducir a equívocos: digamos que hacía labores de redactor y de chico para todo, lo mismo garrapateando presentaciones de última hora que ideando chistes (lo siento) para algún cómico de turno que se había quedado en blanco. La estructura del programa contaba por entonces con varias secciones fijas, que solían coincidir con introducciones y despedidas de personajes, efemérides, eventos culturales y esas cosas. En dichas ocasiones, una voz en off hablaba sobre retratos, paisajes, panoramas abstractos o lo que los mozos de documentación o el banco de imágenes tuvieran más a mano: yo era el encargado de redactar esos textos. Un lustro o dos después, releo esos papeles al azar, donde se mezclan biografías de personajes históricos, famosos de relumbrón y divagaciones entre lo poético y lo metafísico, y descubro que algunos de ellos incluso merecerían la resurrección. Con sinceridad, no hablamos de obras de arte imperecederas, pero no han sufrido el ataque de las bacterias con peor temple que muchas cosas que figuran con sobrecubierta en las baldas de novedades de las librerías.

Habréis advertido, oh prójimo, que el nivel de entradas nuevas ha descendido dramáticamente en este blog. Ello se debe, principalmente, a que ando entretenido con otras tareas (sobre todo una novela que quiero rematar y corregir antes de que expire el verano), y, también, a que cuando las ideas me visitan (que sí, que vienen a veces), exigen para ser plasmadas cantidades de tiempo y esfuerzo de las que, con honestidad, no dispongo. Es por ello que se me haya ocurrido que, a partir de setiembre, en que pretendo recuperar el ritmo habitual de esta bitácora, no estaría mal introducir algunos de esos textos misceláneos (ya digo: biografías a deshora, reflexiones sobre cuestiones peregrinas, evocaciones de lugares, o individuos, o emociones, o certezas) que, desde su locución a través de las ondas hertzianas no habían vuelto a conocer la luz. Siempre trufado, claro, con los nuevas posts que la paciencia y las ganas me permitan llevar a buen puerto, de mar o de montaña. Así pues, si todo marcha bien, en un mes añadiré a este sitio un par de secciones de periodicidad variable: Retratos en miniatura recogerá semblanzas mínimas de personajes que ocuparon algún lugar prominente en el espacio o en el tiempo, nuestro o ajeno; La enciclopedia al oído habla de ideas, conceptos y sentimientos con los que convivimos sin que nos entendamos a menudo: lo mismito que el vecino de rellano.

Hasta entonces, prosigo mi labor de hormiga en La lección de anatomía. Habitantes de los yermos espacios cibernéticos: si estáis ahí que lo paséis bien.

domingo, 10 de julio de 2011

Los espacios de la imaginación



“La inclinación por lo maravilloso, innata a todos los hombres en general, mi gusto particular por las imposibilidades, la inquietud de mi escepticismo habitual, mi desprecio por todo aquello que sabemos y mi respeto por todo lo que ignoramos, esos son los móviles que me han impulsado a viajar por los espacios imaginarios”.

Barón von Gleichen (1735-1807).

(Citado en Jacques Bergier,
Les maîtres secrets du temps,
Paris, J’ai lu, 1974, p. 96.
La traducción es mía).

miércoles, 25 de mayo de 2011

Carne y hueso, tinta y papel


 Las últimas innovaciones en el terreno de la transmisión de la información han inducido a ciertas mentes a incurrir en un nuevo lugar común: que da igual papel o pantalla y que lo importante es el texto, esa entidad inmaterial que sobrevive a cualquiera de sus avatares terrenos, estén estos compuestos de silicio o celulosa. Yo no estoy de acuerdo. 

Porque creo que los libros, los libros físicos, con sus pastas, y las guardas, y el lomo, el papel y las letras, son irreemplazables, y que una misma novela, en una edición y en otra, es una novela distinta: igual que una mujer vestida de noche, en pijama o desnuda, no es la misma mujer. Lo cual no obsta para que no me sienta profundamente maravillado ante los más recientes inventos en el ámbito de la edición digital y para que codicie un e-book que, supongo, más pronto que tarde acabará por caer en mis manos: pero lo que niego es ese supuesto espiritualismo según el cual la obra puede sobrevivir a sus encarnaciones y no tiene nada que ver con la carne y el hueso (papel y tinta) que la soportan. Eso, sencillamente, no es verdad. Y os contaré una pequeña anécdota para demostrarlo.


La otra tarde vi que han vuelto a reeditar a Borges. Ya había sabido por el periódico que su viuda Kodama había desviado los derechos de la histórica Emecé, que los monopolizaba desde aquella primera edición de Obras Completas de los años sesenta, a Mondadori, y este último grupo, no sé si en la esperanza de sacar provecho a un bizcocho mordido y remordido hasta la saciedad (al margen: ¿la gente sigue en serio comprando a Borges? ¿Es verdad eso de que el Quijote es el libro más vendido en lengua castellana?), ha vuelto a sacar al viejito en formato de bolsillo y en distinguidos tomos de cartoné donde se congregan su poesía completa y todos sus cuentos. Hojeé los de bolsillo: Ficciones, El aleph, Inquisiciones. Las portadas poseían atractivo, con colorines y geometrías que hubieran servido para decorar la consulta de un psicólogo, muy op-art, y el papel era suave y fragante, como debe ser: pero la tipografía me repelió. No es que tenga nada contra ciertas tipografías, simplemente es que aquellas efes y eses y puntos y comas con olor a lavanda lisérgica no eran las que correspondían a Borges. El Borges que yo conocía se expresaba de otro modo.

¿De qué modo? Una de las primeras cosas que hice en cuanto cobré algún dinero por quedar finalista en esos concursillos de narrativa de pueblo a los que me presentaba sin faltar cuando era adolescente, fue adquirir las Obras Completas de Borges, en la edición en pasta dura de Emecé que hasta hoy era, creo, la más distribuida. Debo reconocer que tampoco aquél era el Borges que me había entusiasmado por primera vez; pero el hecho de tener todas sus ocurrencias en un solo volumen, por no hablar de la oportunidad de deglutir material que hasta entonces no había rozado mi boca (Borges oral, Siete noches, La memoria de Shakespeare, y otras), compensó el despropósito. Desde entonces, reconozco que me convertí en un obseso de Borges (es un triste tópico de mi vida, la obsesión: los libros, los rinocerontes, la literatura policíaca, Alemania, Bruno, Spinoza, Schopenhauer, las guerras mundiales, Tintín, los Playmóbil, materiales y materiales muchas veces inútiles y siempre desordenados, acosando las cuatro esquinas de mi cuarto y apoderándose insidiosamente del resto de la casa). Me hice con los dos tomos de Obras Completas que editó en quiosco RBA y que ofrecían en facsímil la misma versión de Emecé, sólo porque eran baratos, y luego, al darme cuenta de que resultaban demasiado pesados para cargarlos en la faltriquera (porque siempre he considerado necesario llevar encima un botiquín con algo de Borges), adquirí algunos títulos de la (nueva) edición de bolsillo de Alianza, la de las portadas de El Bosco. Luego, mi hermana Berta me ha traído de Buenos Aires (donde nunca he estado) una primera edición de Inquisiciones que, aparte del valor documental, tampoco he llegado a digerir del todo. Ninguna de esas variantes me ha contentado por completo, aunque sirvieron para el apaño. Ninguna de ellas podía suplir a las originales: al Borges auténtico, el que me deslumbró en mi habitación cuando tenía quince años y soñaba con convertirme en escritor.
 
Un verano, antes de los noventa, yo me encaminaba diariamente a la biblioteca de mi barrio recién acabado el desayuno. Lo hacía temprano, porque aquí el calor pega en cuanto el sol roza las azoteas de los edificios más altos, y pasaba la mañana en aquel local situado junto a una comunidad de vecinos donde el olor de las cañerías se mezclaba con el sudor de los estudiantes y el del papel viejo acumulado en los anaqueles. El ayuntamiento del pueblo no contaba con un recinto más apropiado para almacenar la colección de volúmenes que pertenecían al interés público y los había hacinado, a ellos y a quienes convivían con ellos, en un semisótano en penumbra, sin ventanas, al que se accedía a través de un laberinto de desagües, perros vagabundos y ropa tendida. En ese arrabal, yo aprendí muchas cosas y me enamoré muchas veces. Recuerdo la primera edición de Rayuela sobre la que caí, ese libro arrebatador y jeroglífico con la portada dura de color carmesí y un aluvión de notas eruditas brindadas por el profesor Amorós, que me demostró, ay, que una de las formas de la incomprensión es el exceso de información; recuerdo El reino de este mundo, de Carpentier, en la colección descabalada de Seix Barral de clásicos del siglo veinte; Sartre y Camus, porque yo era tímido y quería convencer a todos de que eso significaba ser intelectual; La muerte de Arturo, de Malory, en la paráfrasis de Steinbeck; y a lo que iba: Borges, en la edición de El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial, con portadas de Daniel Gil. Las recuerdo todas como si las tuviera delante, y aún puedo percibir el tacto arrugado de la encuadernación, que había conocido un millar de manos anónimas, las fechas que cubrían la tarjeta de préstamo, marcadas con tinta azul, y el pésimo papel químico que amarilleaba en los bordes; y sobre todo: la tipografía; apretada, pragmática, renglón tras renglón, el título de cada cuento o artículo en la esquina superior izquierda, con una decena de puntos y aparte antes del inicio de la primera línea, las notas a pie de página de un tamaño que hubiera inducido a presbicia a un habitante de Liliput, las cursivas y los paréntesis con olor a libro viejo, de los que se hacinan en las tiendas de los traperos. Mi Biblioteca de Babel, mi Funes, mi Uqbar, mi Aleph son esos y sólo y esos y todos los que vinieron antes o después no constituyen sino discutibles variaciones sobre el tema original: más limpias y cuidadas a veces, no lo niego, pero no auténticas.

El drama es que no poseo ninguna de ellas. Tanto las amaba que, cuando las tuve, las regalé una a una. A gente que no la merecía, claro, que es a quien se regalan las cosas.

domingo, 15 de mayo de 2011

La momia


A pesar de su apetitosa envoltura, también la señorita que encabeza esta entrada estaba compuesta de bacterias, gases innobles, carne que se corrompe y fango. Naciones enteras de microbios bebían de las riadas de su sangre, igual que en la tuya y en la mía, se repartían por las cloacas de sus intestinos y aguardaban pacientemente, en orificios públicos y secretos, a que llegara su momento. El momento de la muerte: aquel en que las células no contarían con poder para seguir replicándose y aquel festín de tejidos sería pasto de colmillos y trompas sólo asequibles al poder de los microscopios. Entonces, como sabe cualquier necrólogo, el hidrógeno liberado en el proceso de descomposición se combinaría con la hemoglobina contenida en la sangre y lo que antes habían sido órganos, músculos, nalgas y pezones comenzarían a sucumbir ante manchas verdinegras acompañadas de un hedor insoportable, el olor del otro mundo. Al menos es así en la gran mayoría de los casos. Es así siempre que los líquidos corporales, que forman el ochenta por ciento de nosotros mismos, liberan a su buen criterio a todas las criaturas ocultas que medran en su interior. Es así salvo en un caso: en el de que esos líquidos, natural o artificialmente, desaparezcan. Entonces no hay cadáver: hay momia.

Aparte de egipcios y mesoamericanos, también la naturaleza ha demostrado aptitudes espontáneas para la momificación. Basta con que, sometido a una altísima o bajísima temperatura, el cuerpo evapore o congele sus fluidos para que se produzca dicho proceso. Hay ejemplos a manos llenas. Las primeras momias del valle del Nilo eran individuos en posición fetal enterrados bajo la arena: el sol proyectado sobre ellas encendía un horno que no tardaba en cocinarlos y dejarlos convertido en mojama, estopa y trapo. La famosa Ginger del British Museum constituye una digna representante de esta variante. En cuanto a la otra, la momia por congelación, también hay candidatos para llenar un listín: desde el famoso protosuizo Ötzi, hallado en los Alpes después de seis mil años de sueño y ultracongelación, hasta el inquietante John Torrington, cuya tumba fue exhumada en 1984 en el Ártico canadiense; Torrington formaba parte de la expedición que sir John Franklin emprendió en busca del Paso del Noroeste en 1845 y parecía haberse dormido en el ataúd el día previo a su hallazgo bajo dos metros de hielo. Los climas extremos lo han cristalizado, lo han hecho eterno a su modo. Igual que a Yvette Vickers.

Esta rutilante protagonista de las masturbaciones de nuestros abuelos fue miss Playboy en julio de 1959, después de encabezar los repartos de algunas cintas de ciencia ficción de serie B entre las que se cuentas títulos tan contundentes como El ataque de la mujer de quince metros (Attack of the 50 feet woman, 1958) y El ataque de las sanguijuelas gigantes (Attack of the Giant Leeches, 1959). Ignoro los detalles de su biografía, pero supongo que no debe de seguir derroteros demasiado distantes de las de otras estrellas de su mismo espectro: los flashes de las cámaras no tardarían en oscurecerse y todas las fotografías que acabaría por ocupar serían aquellas que se suelen conservar en viejas latas de galletas. Yvette Vickers contaba con la venerable edad de 82 primaveras y se había convertido en una mujer reservada, casi taciturna, según la describen sus vecinos; vecinos como ese que, alarmado por la cantidad de correo que se acumulaba en su umbral y por no haber obtenido respuesta de ella después de pulsarle repetidamente el timbre, avisó a la policía. No había mal olor en la casa. Y no podía haberlo, porque, aunque era cadáver desde aproximadamente un año atrás, Yvette no se pudría. Había muerto junto al radiador encendido: era una momia. Nadie se había acordado de ella en los últimos doce meses, lo que facilitó la acción de la naturaleza; esperemos que sí hubiera alguien dispuesto a acordarse de pagar la factura de la calefacción.

El destino es un autor enigmático, con un peculiar sentido de la justicia literaria. Consideró que Yvette había debido toda su fortuna al cuerpo en que vivió, y no quiso que ese servicial envoltorio se perdiera con la muerte. Que así sea.


martes, 26 de abril de 2011

Las investigaciones de Jan Karta



La Alemania del ascenso, auge y caída de la República de Weimar siempre ha ofrecido un campo abonado a los creadores de historias. Parece sencillo entender el porqué: época de contrastes dramáticos y tajantes claroscuros, el Berlín de entreguerras ofrece cabarés cargados de humo por los que circulan mujeres misteriosas, políticos corruptos y arribistas de medio pelo, por no hablar de los nazis, esas criaturas de leyenda malas malísimas a las que, como bien reconoce cierto personaje de Alan Moore, no existe villano que pueda hacer sombra. El género negro ha transitado este paisaje con cierta frecuencia y éxito mediano: me acuerdo ahora de las novelas de la serie de Bernhard Gunther, firmadas por un Philip Kerr al que seguramente dedicaré su correspondiente espacio en este blog cuando cuente con los arrestos o paciencia necesarios, del policíaco Rosa (Zeta, 2006), de Jonathan Rabb, que busca inspiración en el asesinato de Rosa Luxemburgo, u otra serie, esta de Volker Kutscher, encabezada por el comisario Gereon Rath y cuyo primer volumen lleva en castellano el título de Sombras sobre Berlín (Ediciones B, 2010). A todos ellos, procedente del orbe del cómic, habría que sumar los espléndidos episodios de Jan Karta, que publica entre nosotros la casa turinesa 001 Ediciones y cuyo segundo volumen aún ocupa las estanterías de novedades de las librerías.

Concebido por el guionista Roberto dal Prà y por el dibujante Rodolfo Torti en fecha tan temprana como 1983, Jan Karta, un detective culto, desengañado y de sangre aristocrática, vio su primera luz en la revista Orient-Express, de donde pasaría en breve a protagonizar su propia colección de álbumes epónimos. Nos encontramos, sin ningún género de duda, ante una de las obras cimeras del cómic italiano, lo cual ya es mucho decir. El grafismo pulp, en blanco y negro, entronca con la venerable tradición itálica de los fascículos de quiosco, con cabeceras mucho más numerosas y difundidas que en España, y copia sin complejos la gran mayoría de recursos o encuadres del cine negro americano. Esta filiación es reconocida constantemente a lo largo de la obra: ambientación, personajes y tramas confiesan una vez y otra su deuda con el amplio panteón de mitos policíacos del cine y la literatura yanquis. (Y no sólo yanquis. Por la misma época otro italiano, Vittorio Giardino, lograba una nueva obra maestra al adaptar el código negro a su personalísima visión de los ochenta con Las investigaciones de Sam Pezzo.)

Para aquellos que aún no la conocen (y buena falta les haría remediarlo), presentaremos la serie de Jan Karta como un policial ambientado en los convulsos años de la época de entreguerras europea. Y digo europea y no alemana porque el protagonista, lejos de ceñirse al ámbito geográfico de su país natal (es berlinés), campa también por Italia y Francia desfaciendo entuertos de índole fascista. Este, su compromiso político, es otro de los rasgos distintivos de las tramas. Roberto del Prà, autor de guiones de una potencia y un poder sugestivo fuera de discusión (por no mencionar, repito, la excelencia de los encuadres), no ha fabricado una criatura inocente: caballero de la triste figura, paladín del lado equivocado del tablero, Karta ha tomado sobre sí la ingente tarea de desafiar al ultraderechismo allá donde su faz se presente: el nazismo de Weimar, el fascio italiano, la Cagoule francesa. Ello le conducirá, obviamente, a relacionarse con una legión de parias, derrotados e idealistas que pronto verán desangrarse sus utopías entre cachiporrazos y balas.

De los numerosísimos méritos de la serie habría que citar los caracteres (mucho más profundos y laboriosos de lo que el prejuicio consideraría afín a un cómic), empezando por Jan Karta, ese Spade-Marlowe de raya en medio que cita a Shakespeare y procede de una familia de nobles juristas prusianos; o, por ceñirnos sólo al último volumen (Roma; el primero se llama Weimar, y el tercero, de aparición anunciada, llevará el título de Berlín), la prostituta enamorada Marta Vicini o Paul Remond, el terrorista sentimental. Ya he dicho que los guiones, tanto en su aspecto argumental como a nivel, digamos, gráfico, son un puro ejemplo de género negro, así que no me repito. Y reincidiendo en el aspecto gráfico, Rodolfo Torti sabe lograr una obra contundente, masiva, alejada del preciosismo muchas veces narcisista que nos huele a chamusquina en otros cómics italianos (Giardino otra vez): el suyo es el trazo salvaje y rápido de los fumetti de gran consumo Dylan dog, Tex o Martin Mystère (personaje éste último en cuya ilustración se ha curtido Torti durante los últimos veinte años).



En suma: siempre me costó imaginarme el Berlín de las esvásticas sin la figura pizpireta de Sally Bowles; a ella tendré que sumar ahora el aura de nobleza fatalista de Jan Karta.

miércoles, 13 de abril de 2011

Los dioses nos hablan



Un mercenario del Gran Rey es alcanzado en la cabeza por un proyectil, probablemente una piedra de honda, durante la batalla de Platea; la herida le provoca un sueño similar a la muerte, del que regresa sólo después de varios días; por culpa de esa herida, el soldado no puede recordar; un médico del ejército le recomienda ir dejando constancia escrita de todo cuanto le sucede, para que su vida no se pierda en las aguas del pasado en cada despertar.

Es el arranque de Soldado de la niebla (Soldier of the mist), novela de Gene Wolfe de 1986 que sería luego prolongada en Soldado de Areté (Soldier of Arete, 1989) y Soldado de Sidón (Soldier of Sidon, 2006). Todas ellas componen una atractiva ensalada de crónica histórica, relato fantástico y psicodelia con ínfulas de profundidad antropológica que reconozco como una de mis series favoritas de la literatura crossover. Los detalles documentales que Wolfe maneja, quizá su baza más lograda, nos hacen sentir a cada traspiés en la Grecia de los clásicos, y la descripción de batallas y lances contienen la dosis necesaria de verosimilitud. Ello compensa la languidez de ciertos episodios, sobre todo en el segundo volumen, y la sensación difusa de que el autor no tenía demasiado claro el desarrollo de la acción a medida que iba escribiendo: muy a menudo, la percepción nebulosa que el protagonista posee de la realidad constituye un pretexto para hilvanar situaciones más bien torpes, o sencillamente jeroglíficas (los encuentros con centauros o la resurrección de la amazona en Soldier of Arete son, creo, ejemplos palpables). Lo cual no desmerece, en absoluto, el cuadro general.

Pero lo mejor del conjunto de los Soldiers, bastante superior a su desarrollo posterior, es la idea matriz: la de que alguien que se olvida de sí mismo y del mundo en cuanto se echa a dormir deba censar en un escrito qué es lo que encuentra en su camino para que le sirva de memoria al despertar. Eso elimina el asombro, o lo sustituye por su opuesto, la rutina: para Latro, el protagonista de la acción, la sorpresa es la norma. Por ello no se pasma de nada, nada le resulta insólito, nada, por disparatado o accesorio que pueda parecer, quedará fuera de su atestado. Incluidos los encuentros con dioses y demonios. Porque resulta que el soldado se cruza en cada recodo de su periplo con criaturas sobrenaturales que le insinúan una dirección o le prohíben un atajo, entre ellos Apolo, Dionisos, la Gran Madre, nereidas, centauros y mil monstruosidades más. A este respecto, me ha llamado la atención descubrir en ciertos foros de internet la siguiente interpretación: que aparte de trastornarle la memoria, su lesión ha permitido a Latro una segunda visión que capta la existencia de seres sobrenaturales. Vamos, que la pedrada le ha dejado medio lelo pero también le ha convertido en médium. Esto, me parece a mí, es no comprender la novela en absoluto.


 El personaje de Wolfe no es médium ni nada parecido: se limita a registrar en sus rollos lo que presencia, sin filtros ni prejuicios de ninguna clase. Ello le hace consignar con puntualidad sus encuentros con entidades del más allá, algo perfectamente doméstico en la época que le ha tocado vivir. Ahí, sobre todo, radicaría el gran logro de Wolfe: en descubrir que lo preternatural no era en la Antigua Grecia, como lo es hoy, superchería ni caso clínico, sino lo más normal del mundo. Heródoto cuenta que el mensajero enviado a Esparta durante la batalla de Maratón se cruzó en una colina con el dios Pan, y que allí charló con él y recibió consuelo de sus palabras; la víspera de Platea, el ejército griego vio lumbres y brillos misteriosos en Eleusis, que los animaban al combate; diversos testigos coinciden en haber presenciado cómo, durante la batalla de Salamina, hombres enormes se elevaban sobre las orillas y extendían sus brazos para proteger los navíos de la flota griega. Las divinidades, los monstruos, las huestes de los ángeles y los demonios han sido compañeros comunes del ser humano durante siglos y siglos, hasta que los psiquiátricos los han desterrado de la salita de casa. Lo cual no significa que no sigan ahí, sino que están disfrazados. Como bien expresa Lichtenberg: “Los oráculos no han dejado de hablar; nosotros hemos dejado de escucharlos”. Los dioses no se han marchado, a pesar de los lamentos del pobre Hölderlin, al que encerraron en una torre después de declararlo loco sin remisión; siguen ahí, pero no les hacemos caso. Desde Freud nadie gana batallas gracias al apoyo de señales celestes: prefiere los aviones con ametralladoras.
 
(Pero miento, igual que siempre. Según numerosas descripciones, el 22 de agosto de 1914, la Fuerza Expedicionaria Británica recibió en la Batalla de Mons el apoyo de ángeles, soldados celestiales con arcos y flechas y el mismísimo San Jorge con una espada en el puño, lo cual demostró sin lugar a malentendidos que Dios estaba de parte de los aliados. Arthur Machen, que sabía mucho de estas cosas, escribió al respecto su relato The Bowmen, al que remito al circunspecto lector.)

miércoles, 6 de abril de 2011

Los libros que no existen



En alguno de mis últimos posts, comentaba que estos días he andado recorriendo cierto La biblioteca de los libros perdidos, de Alexander Pechmann, amena miscelánea de libros extraviados, imposibles o apócrifos que viene de publicar Edhasa en traducción de Juan José del Solar. Entre sus páginas, el mitómano de la literatura aprenderá de qué diversos y estrambóticos modos perdieron algunas de sus obras Hemingway, Lawrence (el de Arabia) o Lowry (el del volcán), por ceñirnos sólo al ámbito anglosajón, y de qué modo el orbe de las obras escritas abarca sólo una pequeñísima, ínfima parte de todos los libros que podrían haber sido o que son de cualquier manera en alguno de los universos paralelos que nos circundan.

Uno de los capítulos de Pechmann está dedicado, dice el encabezamiento, a “Libros que tal vez no existen”. El quizá está bien puesto, porque siempre resultará más sencillo demostrar la existencia de una cosa que su contrario, pero a efectos prácticos dicho título se dedica a registrar ese enorme y delicioso caudal de libros postizos que ha parido la literatura, sobre todo la fantástica, y que no figuran en ninguna biblioteca de metal, vidrio o madera. Lo que me ha movido a redactar el presente texto es lo exiguo del catálogo de Pechmann. Es decir, el hecho de encontrar que faltan muchos libros inexistentes en el censo del autor. Que, básicamente, se limita a enunciar casi de mala gana el Libro M de los antiguos rosacruces (presente en la misteriosa cripta de Christian Rosenkreutz, como saben bien los lectores de la Fama fraternitatis), el tremebundo volumen en cuarto gótico que recorría Roderick Usher en la fábula de Poe, Vigiliae mortorum secundum chorum Ecclesiae maguntinae, y el largo elenco de títulos malditos nacidos al calor de la fantasía de Lovecraft, empezando por el imprescindible Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred, para continuar con el Culte des Ghoules del vizconde d’Erlette, los Cultos inefables de Juntz y, mi favorito, De vermis mysteriis de Ludvig Prinn. Y eso es todo, amigos.

Esta entrada quiere remediar algunas omisiones demasiado visibles: no todas, porque ya sabemos que la nada es inmensa y siempre puede quedar algún libro recién inventado y sin catalogar, pero sí aquellas ausencias obvias que no sé si el autor habrá traspapelado por prisa, ignorancia o mala fe. Me apresto a enumerar y a remitir al curioso a:

a) El libro mágico de El golem de Meyrink. Un libro que habla, que susurra secretos al oído de quien lo conserva, cuyo poder arcano es capaz de borrar las tenues fronteras entre fantasmagoría y realidad. Athanasius Pernath, orfebre praguense y protagonista de la novela, recibe la visita de un hombre enigmático que le tiende un volumen:

“La cubierta del libro era de metal y los bajorrelieves en forma de rosetas y sellos estaban rellenos de color y de pequeñas piedras. Por fin encontró el lugar que buscaba y me lo señaló. Pude descifrar el título del capítulo ‘Ibbur, la saturación del alma’. La gran inicial, impresa en oro y rojo, ocupaba casi la mitad de la página que recorrí involuntariamente y que estaba descascarillada de un lado. Yo la debía reparar. La inicial no estaba pegada al pergamino como había visto hasta entonces en los libros antiguos, sino que parecía formarse de dos delgadas placas de oro soldadas en el centro y las dos puntas sujetas daban la vuelta a los márgenes del pergamino” (traducción de Celia y Alfonso Ungría. Barcelona, Tusquets, 1995, pp. 21-22).


b) Por estricto orden de aparición: The Approach to Al-Mu’tasim, del abogado Mir Bahadur Alí (Bombay, 1932), en palabras de Philip Guedalla “una combinación algo incómoda de esos poemas alegóricos del Islam que rara vez dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de Brighton”. Les problèmes d’un problème (París, 1917), de Pierre Menard, dedicada a las vicisitudes de la parábola de Aquiles y la tortuga, junto con otras obras no menos intrigantes del mismo autor, entre las que se hallan “una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos” (Nîmes, 1901), “una monografía sobre ‘ciertas conexiones o afinidades’ del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins” (Nîmes, 1903), o “una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull” (Nîmes, 1906). The God of the Labyrinth (Londres, 1933), de Herbert Quain, novela policial que concluye con la frase, situada al final del desenmascaramiento ritual del criminal y las esposas del gendarme, Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores de ajedrez había sido casual. Del mismo autor, April March (1936) y la comedia en dos actos The Secret Mirror (sin fecha ni lugar de edición). Señalar la fuente que menciona todas ellas (más una larga lista que callo) estorba de puro obvio: las páginas postreras de Historia de la eternidad, las iniciales de Ficciones, todo de Jorge Luis Borges.

c) No me detengo en la biblioteca de la abadía de Thélème que rastrea el gigante Pantagruel, ni en el Sartor resartus de Carlyle, ni en Swift, para que no me acusen de facilidad.



d) Gigamesh, de Patrick Hannahan (Londres, Transworld Publishers, s/f), un libro aún más incomprensible, audaz y terrible que el Finnegans wake, donde no hay palabra que no se pueda interpretar de infinitos modos; la Historia de la literatura bítica, editada a cargo del profesor Dr. J. Rambellais (cinco volúmenes, Paris, Presses Universitaires, 2009), que analiza el nuevo género de libros escritos directamente por computadoras (como los del famoso pseudo-Dostoievski, autor de La niña [Dievochka]); o mi libro favorito de todos los tiempos, De Impossibilitate Vitae / De Impossibilitate Prognoscendi, de Cesar Kouska (dos volúmenes, Praga, Statni Nakladatalatvi N. Lit, s/f), que demuestra científicamente, según los principios del cálculo de probabilidades, que la vida de cualquier individuo humano es imposible. Todos ellos son prologados o recensionados en la embriagadora Vacío perfecto o en Magnitud imaginaria de Stanislaw Lem.

e) En su inefable Les livres maudits (París, J’ai lu, 1970, y es de los de verdad), obra que debería ser de consulta obligatoria para todo cazador de títulos raros, estrambóticos o imposibles, Jacques Bergier alude a cierta Orden Negra, sociedad secreta consagrada a la destrucción de libros malvados. Uno de sus principales objetivos es el libro Excalibur, que vuelve loco a quien lo lee y que nadie ha encontrado todavía; al parecer, el escritor de ciencia ficción Lafayette Ron Hubbard llevaba Excalibur en la caja fuerte del yate con que viajaba alrededor del mundo mientras componía sus novelas; muerto él, no sé si el yate se hundiría, pero el libro en cuestión no pudo hallarse: así que, entretanto, forma parte de la nómina de los (posiblemente) ficticios (debo esta referencia a Justo Navarro).

Alguien podría poner sobre el tapete la cuestión final (o inaugural) de para qué preocuparse en redactar estúpidos censos de obras que jamás se escribieron; y yo respondería: para calmar esa vieja ansiedad según la cual nunca tendremos nada que leer cuando se acaben todos los libros de la Tierra. Porque hay más: el futuro está en la nada.

jueves, 24 de marzo de 2011

A mano y a máquina



A menudo la gente se sorprende, se espanta o simplemente arquea las cejas cuando se entera de que sigo escribiendo a mano. Mis novelas, aunque también ciertos artículos: algo que no exija una salida urgente hacia los rotativos o donde yo considere que el estilo ha de estar especialmente medido. Por ejemplo, en las ficciones breves: en esos textos en forma de camafeo donde el efecto general depende de la cuidadosa orfebrería de las piezas. Escribo a mano, sí: pertenezco a otro siglo.

Como a otras muchas manías que acumulo en el acto de escribir (entre otros actos que me callo), a esta no se le puede ofrecer una explicación sencilla. Como a la manía de escribir sobre papel de colores (verde, amarillo, azul pastel). Como a la manía de usar un bolígrafo de punta fina (el BIC naranja). Como a la de usar continuamente y pasarme de mano a mano y estrechar, estrujar, hacer girar, descoyuntar un viejo atacapipas mientras redacto las frases. Todos son involuntarios reflejos o sombras del proceso de escribir, del acto de la creación, del parto. Sea lo que fuere que esa cosa signifique, que tampoco yo lo sé.

Empecé a escribir en las hojas sobrantes de mis cuadernos de clase, o en papeles sin usar que mi padre, que trabajaba en una sucursal bancaria, nos traía del almacén. En aquel tiempo yo consideraba que mi dedicación a la pluma y al bolígrafo era una especie de minoría de edad y que había de llegar el día en que realizaría mis grandes obras en esas voluminosas y estridentes máquinas que los escritores usaban en las películas para escribir novelas de gángsteres: la Underwood, la Remington, la Corona. Luego, mi abuela materna me regaló una Olimpia portátil que mi abuelo había usado para escribir sus memorias y que tenía (tiene todavía, porque la conservo en mi despacho, con una postal de Kafka y otra de Haydn) las teclas rojas y la carrocería de color marfil. En esa máquina yo me hice, o creí que me hacía, mayor como escritor: me serví de sus tipos para componer los primeros cuentos que envié a concursos de pueblo y la primera novela que me publicaron. Luego pasé esa versión original a ordenador, pero la auténtica, la espontánea, la directa era la anterior. Las teclas han variado desde entonces bajo mis dedos en textura, grosor, tonalidad y tamaño, pero el bolígrafo se ha mantenido fiel a mis deseos: esa letra diminuta, incomprensible, ese hormiguero que fluye y fluye y llena mis folios de apretados signos en clave.

Pienso en una última cosa. Quizá el mayor placer de escribir a mano radica en el hecho de poder tachar. Algo que ni el ordenador ni la existencia nos permiten con facilidad.

martes, 8 de marzo de 2011

El incendio


Si este blog sufre últimamente un poco de anemia y apenas encuentro tiempo o fuerzas para poner algo (interesante) en él, es porque ando de trabajo hasta las cejas.

Trabajo manual, sí, pero también del que más cuesta: el que tiene lugar precisamente detrás de esas cejas. Acabo de terminar la primera redacción de una novela y ahora ando remirándola entre la perplejidad y el recelo, preguntándome (siempre igual) si habré escrito una genialidad o una soberana mierda. Suelo escribir mis novelas primero a mano, en una caligrafía tan minúscula que parece el código cifrado con que Da Vinci ocultaba sus revelaciones, y a continuación me torturo la retina corrigiéndola, rastreando imperfecciones y pleonasmos, haciendo de policía textual: esa es la fase que sufro ahora, y que sólo podría asociar al completo desasosiego del enfermo que se busca el tumor de donde viene la fiebre. Dentro de poco, si todo va bien, si las tachaduras no superan a los renglones sanos y si no he mandado todos los papeles a la basura, comenzaré con la fase de la versión a ordenador. Hasta que se me hinchen las falanges de tanto teclear.

El texto bruto yace en una carpeta amarilla que tengo a mi izquierda mientras escribo esto. Dicha carpeta me acompaña a todas partes, al trabajo y la biblioteca, porque cualquier momento es bueno para ponerse a repasar y el cerebro nunca descansa: rectifica, pone y quita comas que no ve, formula mentalmente alternativas que después, sobre papel, no resultan tan geniales, y vuelve una vez y otra sobre los mismos despojos. El caso es que algo me obsesiona siempre en esta frase del trabajo, mientras traslado de un lugar a otro el producto básico: perderlo. Y si me lo olvido en un autobús. Si se me resbala de las manos y cae en una alcantarilla. Y si arde al acercarlo demasiado a una estufa. Y si me lo roban. Todo eso puede suceder, como muestran muy bien diversas fábulas moralizantes.

Acaba de publicarse un librito de lo más recomendable, debido a Alexander Pechmann, con el título de La biblioteca de los libros perdidos (traducción de Juan José del Solar, Edhasa). En su censo de holocaustos literarios (libros que no nacieron o que murieron prematuramente), Pechmann menciona el caso ciertamente sangrante de Malcolm Lowry. Durante un par de años, Lowry ocupó una suave cabaña en las laderas del Canadá, donde, en compañía de su amante Margerie, se dedicaba a las tareas absorbentes de rescribir (siempre rescribir) y estudiar los secretos de la Cábala hebrea. Entre el enorme volumen de papeles que todavía no había dado a la imprenta, se encontraban la obra de su consagración, Bajo el volcán, y otra, titulada In Ballast to the White Sea, que debía constituir su culminación y su desenlace. El 7 de junio de 1944, la cabaña fue pasto de las llamas. Ardió todo lo que contenía, salvo sus dos inquilinos (y al menos uno de ellos consideró que habría preferido la inmolación). En el último segundo, Marjorie logró rescatar Bajo el volcán, pero el resto quedó entre los rescoldos. Horas y horas de desvelos, correcciones y talento entregados al humo, que es el destino final de todas las cosas.

Ahora, antes de salir de casa, miro mejor las estufas, por si las moscas.

jueves, 24 de febrero de 2011

Entre finales y anticuarios


 Aniversario. Cada dos años, aproximadamente, sucede en mi vida un acontecimiento capital: una novela de Pablo de Santis. A veces, incluso, esa efeméride se conmemora una vez cada doce meses, y otras hasta antes, cuando tengo la suerte de que algún amigo de paso por Argentina me trae un título inédito en España, o cuando topo, gracias a la pura chiripa de mis vagabundeos por las librerías, con un libro juvenil que había dejado pasar hasta entonces. Llevo unas semanas de absoluta felicidad porque en muy poco tiempo mi celebración ha sido doble: azar y novedad editorial se han dado la mano para traerme El buscador de finales y Los anticuarios.

Pero primero, el hombre. Para los que todavía sean tan desdichados como para ignorar su nombre, apuntemos que Pablo de Santis es seguramente el escritor argentino dotado de mayor inventiva, pulso y capacidad de narrar de toda su generación, a este o el otro lado del océano. La hipérbole es justa: De Santis se curtió en los guiones de cómics y la literatura juvenil, esa que, como él mismo menciona en alguna entrevista, no permite sobornar al lector con el prestigio de la academia o el suplemento. A su convivencia con el lado más lúdico, eficaz y dinámico del arte de contar historias, De Santis debe un mérito lamentablemente escaso entre quienes hoy se dedican a esta clase de cosa: el propósito de interesar a quien le lee. Sus novelas son, siempre y primero, una llamada a la curiosidad, al misterio, al lance; luego, una historia bien trabada, generalmente de ámbito criminal o fantástico, y no pocas veces entreverada de ambos; y, last but not least, un estilo límpido, transparente, casi una frase de violín en un cuarteto de Mozart (y perdón por la pedantería): unas frases prestadas de Borges o Bioy que a menudo se precipitan en el aforismo y el calambur. De Santis sería un genial autor de breviarios.

El buscador de finales. Yo no sabía que Pablo (que en ocasiones ha tenido la amabilidad de remitirme personalmente sus novedades australes) había publicado en Alfaguara Juvenil, en 2009, este texto lleno de encanto que reincide en muchos de sus temas comunes: un joven amante de los cómics logra, después de muchos avatares, entrar a trabajar en la editorial de sus héroes; allí desempeña diversos puestos más o menos subalternos, hasta que se convierte en el especialista más exigente de todos: un buscador de finales: aquel profesional que sabe hallar la conclusión más perfecta y redonda a cualquier historia que se le plantee. Es importante recalcar que, en el acervo de De Santis, denominaciones como relatos juveniles o adultos carecen por completo de relevancia: igual que César Mallorquí, Care Santos, Elia Barceló y otros practicantes de la literatura sin límites, ejerce alegremente eso que ahora se llama crossover, a saber: libros sin edad que se recorren con la misma fruición en la escuela que en el geriátrico. El protagonista de El buscador de finales realizará diversos viajes iniciáticos a lo largo de su carrera profesional que irán capacitándole para calcular el final de la historia más compleja de todas: su propia existencia.

Los anticuarios acaba de ser publicado ahora mismito en España por Destino y sigue caliente en los escaparates. Se trata del esperado regreso de su autor a la novela adulta (repito que el adjetivo no vale nada) después del Premio Planeta Casa de América de 2008, El enigma de París, y contiene, como bien enuncia la publicidad de los editores, el personalísimo asomo de De Santis al tema del vampirismo. Los anticuarios, y no quiero meterme en más berenjenales de los necesarios para haceros comprender que debéis leerla, son criaturas melancólicas, inmortales, tímidas y polvorientas que acumulan antigüedades y libros viejos en el fondo de los zaguanes, en esas ciudades en blanco y negro que salen en las postales. Por diversos azares, el protagonista de la historia se irá a enamorar de la mujer menos apropiada y entrará en contacto con un orbe de seres atormentados por una sed atávica que no tolera la gaseosa.

Muchas veces, Pablo de Santis ha producido en mí, como una radiación, ese efecto perverso que se experimenta frente al trabajo verdaderamente bien hecho: la idea de dejar de escribir. Bien o mal, seguimos haciéndolo, aunque eso no importa: lo importante es que sus libros no dejen de llegarnos desde la otra orilla.

(NB, por si las moscas: Todos estos elogios son sinceros y no existe vínculo de familia que los justifique.)

martes, 15 de febrero de 2011

El arte y pasarlas canutas




Un somero examen a la biografía de Johann Christoph Friedrich (1732-1795), el penúltimo de los hijos de Johann Sebastián Bach, e, igual que él y el resto de sus hermanos, maestro músico, no puede sino mover al aburrimiento. A diferencia de su padre, del agitado Carl Philip Emmanuel, del trastornado Johann Christian, Johann Christoph Friedrich llevó una vida de lo más sedentario, horizontal y anodino: recluido en la pequeña ciudadela alemana de Bückenburg, se dedicó a envejecer mientras paseaba por la calle principal llevando bastón y sombrero y pulía sus delicadas composiciones musicales, escondidas de la curiosidad pública durante siglos. Más adelante os hablaré extensamente de ello, pero cuando uno escucha la obra de Johann Christoph queda rápidamente sorprendido: la molicie y el descuido de la biografía no se corresponden con esta imaginación chispeante, estas modulaciones riesgosas, esta paradójica aceptación del brío de vivir. Entre la vida de este individuo y el arte que fluye de ella existe una extraña contradicción, no excepcional, ni mucho menos. En música, el fenómeno es incluso relativamente frecuente: las incendiarias sonatas del padre Soler fueron concebidas por un religioso completamente domesticado por las disposiciones monásticas, y la dulzura enamoradiza del teclado de Blasco de Nebra (por ceñirnos a ejemplos nacionales) provenía de un adusto fraile del monasterio de Montserrat. También en otras artes pueden espigarse ejemplos del mismo contrasentido.

En literatura, todo el mundo está al tanto de que las existencias de Kafka y Pessoa carecieron perversamente de relieve, y que los días de ambos se restringieron a una repetición lastimosa de oficinas, dietarios, tinteros, polvo y desamparo. Si alguien me pregunta a dónde pretendo llegar con todo esto, es a una cuestión que a menudo asalta a esos amantes de las biografías románticas, de las vidas de santos donde abundan la llama y el terremoto: ¿se puede crear sin poseer una experiencia profunda de la vida? ¿Hay espesor suficiente en la obra de un creador que apenas ha abandonado la salita de su casa, que no se ha quitado las pantuflas? ¿Es igual de valioso el artesano que vuelve cada noche a su alfombra y sus niños una vez concluida la jornada en el taller que aquel otro que desparrama su talento por los cinco continentes, entre juergas desenfrenadas, amantes con lunares y vino tinto? Más: ¿son necesarias la desdicha y el dolor para crear con autenticidad?

En fin, yo declaro desde ya que a mí me parece que no. Todo consiste más bien en un pesado malentendido romántico que, desde hace muchos años, obliga al artista a pasarlas canutas con el fin de destilar arte inmortal a partir de sus cuitas. Una tontería, sí, una pervivencia de aquel viejo prejuicio cristiano según el cual el sufrimiento nos vuelve más dorados a los ojos de Dios, o del clásico adagio de Esquilo, no sé si en Los Persas: páthos máthei, el dolor enseña. Pero a mí me da que el dolor no enseña en absoluto. Todo lo más, desespera; todo lo más, embrutece. Una persona que ha sufrido no es más sabia: es más indiferente.

Según un antiguo tópico en el que no creo, para retratar una emoción en una obra de arte, hay que haberla experimentado previamente centuplicada en las propias carnes. Quiero decir: para describir el abismo moral en que sume la pérdida de un hijo, hay que haber visto al propio en la mesa de autopsias, y para calibrar en todo su calado la intoxicación del amor, hay que haber amado sin reservas, en cinemascope. Los partidarios de este punto de vista encuentran incómodas o inexplicables las biografías de los autores que he reseñado hasta ahora. ¿Cómo puede ser honda la música de este sujeto adocenado, que no abandonó su pueblo a no ser para visitar una venta en día de bautizo? ¿Cómo puede comprender el mal una persona que se ha pasado toda su vida conviviendo alegremente con sus vecinos? ¿Cómo alcanza a entender un cáncer de estómago el que sólo ha sufrido un inofensivo dolor de muelas? La cosa se agrava si, además, se reconoce que el artista en cuestión fue feliz. Feliz, sí, esa ordinariez: porque ser artista y, encima, feliz, es como una falta de respeto para con sus biógrafos. Lo cuenta María Rosa Lida en el ensayo que dedica a Sófocles, un escritor desprestigiado por los románticos por el sencillo motivo de que su vida fue enteramente satisfactoria: le sonrieron la salud, el dinero, el amor y la gloria. Y escribió sobre el incesto, la mutilación, el odio, la sangre y el horror de vivir. ¿Era un hipócrita Sófocles? Pero, ¿acaso no todo artista lo es? Y si no lo era, ¿dónde conoció todas esas atrocidades de que habla? ¿Cómo se atreve a afirmar, tal y como enuncia uno de sus personajes más famosos, que afortunado es el niño que muere en el claustro de su madre, que no nacer es lo mejor que puede sucederle a nadie?



Muy probablemente, el arte sea una variante de conocimiento que se sirve de la imaginación. El artista es tanto más perfecto cuanto más es capaz de imaginar otros cielos, otros corazones, otros miedos. Y lo que caracteriza al verdadero artista es la capacidad de reflejar con exactitud pensamientos o emociones que no le han sacudido de veras, que él sólo ha reproducido controladamente en el laboratorio personal de su cerebro. Escribir sobre selvas cuando uno se ha pasado la vida dando machetazos en los manglares no tiene mérito: lo valioso es hacerlo, convencer al público y vivir en un adosado con dos niños repelentes. Dice Schopenhauer, el gran Schopenhauer, que el artista posee el privilegio de asomarse cara a cara a la idea platónica, y de concebir el amor, la valentía, la pasión, el horror y todo el resto de utillería sentimental a partir de sus modelos universales, sin contacto con la realidad. El mismo Schopenhauer, por cierto, que se pasó la mayor parte de la vida refugiado frente al hogar de su chimenea, hablando con su perro, huyendo del contacto de esos seres humanos a los que despreciaba. Y que sin embargo pintó mejor que ningún otro, o ese es mi criterio, las aguas más profundas del pozo de todo hijo de vecino. Incluido tú, incluido yo, incluidos los demás.

sábado, 5 de febrero de 2011

La lección de anatomía


Amiguitos y amiguitas: desde hace una semana me desdoblo y soy dos en vez de uno. A la vez que publico en el espacio de este vuestro fiel Testigo Ocular, concedo mi más ocultos, enrevesados y tétricos pensamientos a una bitácora paralela que se llama La lección de anatomía y que podéis visitar simplemente pulsando el enlace subrayado en rojo en esta misma frase. Se trata de un experimento que no sé a dónde me conducirá. El plan consiste en escribir todos los días con el pensamiento que más a mano me venga, siempre dentro del límite de, digamos, las quinientas palabras. Eso dará pábulo, digo yo, a confesiones, intimidades, anfractuosidades y accidentes varios de la orografía espiritual. El curso simétrico de mis dos blogs no presentará ninguna clase de obstáculo, o eso quiero creer. Reservaremos nuestro viejo Testigo Ocular para presentaciones públicas, libros propios y ajenos, opiniones peregrinas sobre libros, discos y películas, etcétera. El otro, el que ahora no está aquí, revisará las zonas menos oreadas de mi razón y mis sentimientos. Día a día. Espero que le echéis un vistazo. Y que os guste. O que al menos, bueno, no lo encontréis demasiado inútil.

sábado, 29 de enero de 2011

Lord Jim



La editorial sevillana Paréntesis, dirigida por el muy capaz Antonio Rivero Taravillo, acaba de publicar en su colección Orfeo la perenne novela de Joseph Conrad, en traducción de Ramón D. Perés. Siempre es recomendable hacerse con un libro que merece el gasto, y éste lo merece, y si además viene prologado por vuestro ferviente Testigo Ocular, cual es el caso, pues todavía más. Ríos, torrentes, cataratas de tinta podrían derramarse para dar cuenta de las diversas dimensiones que abarca este clásico inextinguible de la literatura de aventuras. Yo, que no quiero ensuciar más papel, me limito a una docena de páginas de impresiones y atisbos, de la que escojo un par de párrafos para que os hagáis una idea de por dónde pego los tiros. El texto completo, en librerías.



En una distinción que se ha convertido en clásica, Carl G. Jung divide el talante psicológico de los individuos en dos grandes tipos. El extrovertido es aquel que reacciona ante los obstáculos o dilemas en que le sume la existencia mediante el recurso a la acción, tratando de liberarse de la zozobra a través del contacto con otros cuerpos, territorios, dilemas nuevos. El introvertido, por el contrario, responde a las mismas dificultades huyendo hacia el centro de sí: retrayéndose como un marisco en su coraza e intentando sondear su propia persona en busca de un orificio de desagüe. Uno es emprendedor, rectilíneo, optimista, matinal; el otro tiende a la molicie, la melancolía y el ocaso, que es otro nombre de la reflexión: como apuntó Hegel, la lechuza de Minerva sólo eleva el vuelo al atardecer. Me permito ahora aplicar la clasificación de Jung a un ámbito nuevo, más concretamente literario, y separar las novelas en extrovertidas e introvertidas. Creo que todos tenemos en mente qué autores o títulos pueden inventariarse en una u otra sección. En la primera figurarían todos los relatos de búsqueda, aventuras, iniciación, formación, amoríos; engrosarían la otra las descripciones psicológicas, los retratos de familia, las decadencias de los imperios, ciertos experimentos y esas novelas proverbiales donde nunca sucede nada, como alguna de Henry James. Por supuesto, la distinción es todo lo burda que queramos y me sirvo de ella sólo con intención ilustrativa, de manera que me tomo la libertad de volver a usarla y de partir otra vez la primera categoría, la de las novelas de aventuras, en aventuras de fuera y aventuras interiores.

Modelos de aventuras externas, de acumulación de paisajes, monstruos, pruebas, bodas y perdices pueblan generosamente la literatura desde las Mil y Una Noches al ciclo artúrico, y se perpetúan en grandes nombres de los dos últimos siglos. Es el relato de aventuras con el que muchos emprendimos la cenicienta tarea de crecer y que aún ocupa un altar intacto en algún rincón de nuestra nostalgia: los inventores de Verne, las exploraciones de Rider-Haggard, los folletines de Dumas père y las alucinantes previsiones de H. G. Wells. A ellos habría que sumar a otros autores en los que el mundo es siempre excusa para el extremismo, la temeridad y la violencia, escritores con prisa que necesitaban testar previamente los avatares que narraban en sus propios huesos y que patentaron ese estilo moderno de las frases veloces y desnatadas: Crane, London, Hemingway. Los personajes que ocupan estas historias no tienen tiempo de pararse a pensar porque la realidad siempre es urgente y excesiva: un conjunto de retos que exige la respuesta sumaria de la carrera o el escopetazo.

Las aventuras interiores cuentan con una tradición al menos tan añeja como la otra. Yo la retrotraería por lo menos hasta Ulises, cuya singladura a casa a través de mares plagados de amenazas es también el retorno imposible a un hogar que no existe y una infancia que no nos espera. Quizá la Odisea constituya el gran clásico de la literatura planetaria y mejor que ninguna otra obra resuma, anticipe, acuñe símbolos y argumentos que habrán de repetirse hasta el infinito y que ocupen cierta posición en el ideario subconsciente de nuestra especie. El de Ulises es también un viaje interior, al desengaño y la duda, y es precisamente esa atención a los planos más inciertos de la existencia la que caracteriza al héroe introvertido. Los protagonistas de Swift o de Stevenson no son lineales ni sencillos: basta mencionar al doctor Jekyll, escindido en dos mitades de hombre que miran hacia los infiernos opuestos de la depravación y el rigorismo. Lo mismo, más que en ningún otro caso, ha de decirse de Joseph Conrad. Conrad es el maestro de la aventura interna por antonomasia: más allá del recuento de peripecias en parajes exóticos al estilo de Kipling (que también nos dispensa con generosidad), lo característico del arte de Conrad es el orbe tempestuoso y ácido que esconde cada uno de sus personajes. Por ceñirnos a los ejemplos más obvios, Lord Jim no es sencillamente la defensa de un reino idílico de la selva por parte de un hombre con un pasado sucio, sino el retrato del suplicio de la cobardía; El corazón de las tinieblas rebasa con creces la descripción de los manglares africanos para indagar sobre la naturaleza del mal y el poder de soportarlo o cometerlo; a pesar de su confuso exotismo latinoamericano, Nostromo ahonda en cuestiones estomagantes como el colonialismo, la esclavitud y el derecho de los hombres a elegir la tradición a la que desean pertenecer. En Conrad la aventura queda relegada a la anécdota o el pretexto; la carga explosiva se halla siempre debajo, y late bajo los acontecimientos narrados con el tictac de la relojería de efecto retardado.