domingo, 31 de octubre de 2010

Harry Mulisch (1927-2010)



 Con gran consternación, me acabo de enterar de la muerte de Harry Mulisch. Lo descubrí por puro azar, cuando Javier Calvo, con su generosidad habitual, comparó una de mis novelas con lo que él hacía y ha venido haciendo espléndidamente hasta que la muerte le ha frenado el pulso, que es lograr esa exigente alquimia entre calidad literaria y público mayoritario. Leí enfebrecido El procedimiento, una extraña vuelta de tuerca al viejo argumento de Frankenstein y la generación de la vida a partir del vacío, y luego El descubrimiento del cielo, su obra más wagneriana, cósmica y quizá aquejada de elefantiasis. Lo último que se tradujo al castellano con su firma, como siempre en Tusquets, fue Sigfrido, una fábula centroeuropea sobre el mal en que se especulaba con la posibilidad de que Hitler hubiera tenido descendencia. El mal, junto a la especulación metafísica y las perplejidades varias en que puede sumirnos la ciencia genética, fueron temas en los que Mulisch se demoró con delectación, tanto para él como para su hambrienta legión de lectores. De todas maneras, su título cimero, que recomiendo al lego si todavía no se ha aproximado a él, es El atentado, donde comparecen mejor que en ninguna otra parte dilemas morales, nazis, género policíaco y toda la quincalla varia que suele amueblar sus novelas: un texto al que me he referido a menudo como ideal punto de cruce entre literatura de largo aliento o tamaño XXL y amplitud democrática, como demostración palmaria y contundente de que la calidad no tiene por qué estar reñida con la aceptación masiva de los lectores.

Mulisch era mi eterno candidato al Nóbel. Pero él no tenía de su lado a Carmen Balcells para persuadir a la tercera edad sueca. 


viernes, 29 de octubre de 2010

Diccionario de arena: maestros del universo



Maestro: n. m. Individuo que, para no ser acusado de ignorante, se asegura de que los otros lo sean tanto como él.

Pasado: n. m. Tiempo verbal apropiado a las rupturas matrimoniales. // Hipótesis del hombre que acaba de despertar. // Lugar donde la gente se equivoca y muere.

Poesía: n. f. Publicación municipal compuesta de renglones partidos (versos) en los que se celebra el día de la patrona o las fiestas mayores. // ~ contemporánea: Lo mismo pero con sexo, bares y radiofórmula en lugar de la patrona. //  ~ intimista: Lo mismo pero con la soledad y la infancia en lugar de los bares.

Poeta: adj. m. Ese al que da la mano el alcalde mientras le entrega el diploma en la página de cultura del periódico. // Falso ~: El que da la mano a demasiados alcaldes. 

         Remordimiento: n. m. Canal privado de televisión de emisión ininterrumpida.

Soledad: n. f. Cada uno de los elementos aislados que componen una reunión social.

Sueño: n. m. Obra de teatro automática. // Pretexto apropiado para la temeridad y el despilfarro.

Triunfo: n. m. Falta de decoro sistemática que cometen las personas superficiales y los falsos poetas.

         Universo: n. m. Telón de fondo de la vida del individuo donde tienen lugar todos los acontecimientos esenciales o interesantes, salvo los domingos por la tarde. 


jueves, 21 de octubre de 2010

Simios


 Según algunos de vosotros ya sabéis, ¡oh, benévolos lectores! acabo de ser distinguido con el accésit del XXVII Premio de Artículos Periodísticos de Unicaja, que honraba al mejor texto publicado en la prensa nacional entre 2008 y 2009. Teniendo en cuenta que el ganador ha sido nada menos que el excelso Felipe Benítez Reyes, y que el año pasado el accésit recayó en Eva Díaz Pérez, por la que siento a partes iguales admiración y estima, no puedo sino regocijarme de mi nueva situación, de la que podréis saber algo más si pulsáis, por ejemplo, en este link. Ante la aclamación popular, y puesto que el hallazgo del artículo premiado (es decir, accesitado) puede exigir del curioso dotes insanas de paciencia y destreza informática, lo incluyo aquí para que todos os saciéis democráticamente de sus frases. En serio, que estoy muy contento, vaya.


Simios
(El País, 12/12/08).

Allí en América, donde las praderas, hay universidades que niegan su parentesco con los simios. Es como si la oruga declarase olímpicamente que constituye un peldaño único en la escalinata de la evolución y volviera la cara de mala manera a sus vecinos de rellano, esas lombrices y gusanos de los que resultaría indistinta sobre un trozo de carne podrida. Los biólogos (llamémosles así) del Medio Oeste son humanos al ciento por ciento y no guardan bajo la piel ningún gorila disfrazado; en sus células, de una pureza fanática, no quedan restos de los millares de mosquitos, sanguijuelas, saltamontes, lenguados y babuinos que ocuparon los reflejos en el agua estancada (aún no había espejos) antes de que a ellos se asomase el rostro lampiño del hombre. Esto viene sucediendo desde mucho tiempo atrás: en concreto desde que Darwin estableciera entre Tarzán y la mona Chita un vínculo que las mentes más púdicas y victorianas sólo pudieron recibir con un horrorizado grito de ultraje. Se suele señalar que el motivo de que el Origen de las especies fuera unánimemente rechazado en los ruedos académicos de medio mundo fue su atentado contra el relato bíblico de la creación, con lo del jardín, la costilla y todo eso. A mí me parece que lo que enfurecía a aquellos articulistas, profesores de veterinaria y predicadores no era la blasfemia, sino el insulto personal. De repente, como el doctor Jekyll y su sombra, habían pasado a ser dos en uno: de una mitad el atento esposo, contribuyente ejemplar, respetado miembro de la academia; de otra un animal chato, encorvado, sucio, que sólo obedece a los coletazos de su instinto y que disfruta fracturando el cráneo de sus congéneres o asaltando por sorpresa a las hembras de la manada. Tener escondido en el sótano a semejante criatura era más de lo que la mayoría de los ciudadanos del imperio estaba dispuesta a tolerar.
Por suerte, hay quienes piensan de otro modo. Quienes están convencidos de que, si pretende conocerse de verdad, el ser humano debe mirarse dentro, hacia las concavidades y los forros, y aceptar que en ese hueco donde se guarda el alma hay también mucha suciedad acumulada y muchos vestigios de cosas que a primera vista resultan desagradables. En la Plaza del Viejo Estadio Colombino de Huelva, la Obra Social de La Caixa ha montado una exposición que, bajo el título Orígenes: cinco hitos en la evolución humana, recorre las sucesivas etapas que median entre los homínidos y el ser que lleva corbata y nos responde, a veces cortésmente, desde las ventanillas. La muestra consiste en una sucesión de escenarios de cartón piedra donde nuestros antepasados, dotados de inquietantes hocicos y un vellón de rizos sobre los antebrazos, se agachan para encender hogueras o imprimen los techos de sus cuevas con esquemas de bisontes y arqueros. Nos guste o no, de algún modo somos esas criaturas tan poco vistosas que mueven un oscuro viento de barbarie en la memoria de nuestra especie. Negarlo sirve de poco: más vale asumir que seguimos atados por extremos que no nos agradan del todo a ese pasado feroz y que cuando masacra a sus convecinos o se deja arrastrar por esos impulsos que anidan en las alcantarillas de su conciencia el ser humano está más cerca del mono de lo que se atreve a admitir. Que fuimos esas bestias es tan cierto como que las dejamos atrás: que con tesón e inteligencia los seres vivos pueden ir desprendiéndose poco a poco de sus apéndices más onerosos para ganar libertad, que el camino de la evolución es el único que nos garantiza que algún día seremos menos estúpidos y obcecados de lo que ahora somos. Aunque no lo veamos, siempre podemos consolarnos con el pensamiento de que nuestros tataranietos no se apalearán los unos a los otros por culpa de libros sagrados ni clubes de fútbol. Nosotros seremos los monos para ellos.

(NB: la ilustración trata de aludir al objeto del artículo y no guarda relación alguna con el aspecto actual de su autor. Lo juro.)

martes, 19 de octubre de 2010

El universo de Kaku


 El otro día, en una de esas compras de libros con que amenazo más y más el Lebensraum de mi familia, cayó en mis manos un libro delicioso, La física de lo imposible, de Michio Kaku (traducción de Javier García Sanz. Barcelona, DeBolsillo, 2010). Soy seguidor de Kaku desde que lo descubrí con su melena de Luis Cobos más el careto de Pat Morita en la serie de Canal Historia para enfermos de insomnio El Universo, y más desde que consumo sus best sellers de física divulgativa como Hiperespacio (traducción de Javier García Sanz. Barcelona, Crítica, 2007). Kaku es altamente recomendable no sólo porque sabe un montón de física teórica y de cosmología, sino también porque se confiesa devoto de la ciencia ficción y es capaz de entrecruzar ambos campos sin que ninguno chirríe como un coche viejo: sus asomos a las posibilidades reales de lo que imaginan películas y novelas futuristas son toda una garantía de pasmo y diversión. Acabo de descubrir que dispone de un blog muy interesante y a(di)ctivo, Doctor Kaku’s Universe, que enlazo enseguida a la barra de la derecha. La descripción que ofrece el propio site de su contenido ya tumba de espaldas: Doctor Kaku’s Universe está escrito por Michio Kaku, físico teórico en la CUNY (The City University of New York), tertuliano radiofónico y personalidad televisiva. El blog explora paradojas y rarezas contraintuitivas del mundo físico, incluyendo la teoría de cuerdas, el viaje en el tiempo, los universos paralelos y los agujeros negros. Para morirse, vamos.

lunes, 18 de octubre de 2010

El instinto intelectual




Cosa tramposa es la estética, que invita a acercarse y cuando parece que nos hallamos a su cobijo nos envuelve con rígidos tentáculos y arteras ramas y acabamos por asfixiarnos o, cuando menos, quedar inmóviles entre sus garras fragantes. A un escritor no le conviene hacer estética porque, como bien se encargan de repetir las tres o cuatro personas que hablan inteligentemente de cosas de estas, uno corre el peligro de escribir del modo en que uno piensa en vez de pensar en el modo en que uno escribe, que parece, dicen los listos, lo correcto. Confieso que yo, a menudo, he incurrido en el vicio solitario del programa estético (en este mismo blog, sin ir más allá), y que tengo todas las papeletas de tropezar en la misma piedra en el futuro. De momento le doy voz a Fernando Pessoa, con cuyas espléndidas elucubraciones he topado mientras me distraía en hojear el tercer volumen de su Obra poética e em prosa (Introduçoes, organizaçao, biobliografia e notas de António Quadros. Porto, Lello & Irmão editores, 1986; las traducciones son mías):


“Por naturaleza, la inteligencia, aunque no crea, constantemente se transforma. Un largo uso de la inteligencia por parte de la humanidad creó un instinto en esa inteligencia, y como la inteligencia por naturaleza transforma, y el instinto por naturaleza opera, una fusión de los dos, o, en otras palabras, un instinto intelectual, será una cualidad del espíritu que transforme operando. Pero la transformación reducida a acto es precisamente la esencia de la invención, puesto que la invención es un acto, y un acto que transforma lo que hay.
La obra de arte, en tanto que invención de un valor, deriva por tanto de lo que propiamente se puede llamar un instinto intelectual” (Ontología da obra de arte, ed. cit., pp. 16-17. El subrayado es mío. Compárese con lo que afirma Poe de la creación en The poetic principle).


“El hombre de genio es un intuitivo que se sirve de la inteligencia para expresar sus intuiciones. La obra de genio —sea un poema o una batalla— es la transmutación en términos de inteligencia de una operación supraintelectual. En tanto que el talento, cuya expresión natural es la ciencia, procede de lo particular a lo general, el genio, cuya expresión natural es el arte, procede de lo general a lo particular. Un poema de genio es una intuición central nítida resuelta, nítida u oscuramente (conforme al talento que acompañe al genio), en transposiciones parciales intelectuales. Una gran batalla es una intuición estratégica nítida desplegada, con mayor o menor ciencia, conforme al talento del estratega, en transposiciones tácticas parciales” (O homem de génio, ed. cit., pp. 33-34. Inevitable acordarse de Schopenhauer).



sábado, 9 de octubre de 2010

Variación sobre un tema de Monterroso



Estaba allí cuando desperté, lo juro.
Jonathan Lethem.


El texto, que he traducido completo con el esfuerzo sobrehumano que cabe imaginar, podéis encontrarlo en versión original en la muy promiscua y recomendable página oficial del autor. De Lethem acabo de leer su novela debut, Gun, with occasional music (1994), una deslumbrante macedonia de novela negra, pulp, ciencia ficción y distopía que, según me entero por Javier Calvo, está traducida pero no publicada al castellano. Para todo lo demás, Abebooks.


sábado, 2 de octubre de 2010

Buenos ratos con Tony



Supongo que si alguien me hubiera preguntado por mi actor favorito en una encuesta habría invocado otro nombre y otro rostro, pero debo reconocer sin empacho que Tony Curtis, el galán, el hombre del peinado, los ojos matutinos y la cara rellena de almidón, me ha ofrecido sábados completos de felicidad desde lo alto del aparador de casa (el taquillón, lo llamaba mi madre); por tanto, parece de justicia que en algo semejante a la reciprocidad yo me acuerde de él en la hora de su crepúsculo. Esto no es una elegía a Curtis: se trata tan sólo de la enumeración de los cuatro o cinco motivos o títulos de películas por las que le debo eterna gratitud, en aquel rincón del gran vertedero metafísico en que su alma se encuentre ahora. Tranquilos: no voy a mencionar, para variar, a Billy Wilder.

1. El gran Houdini (Houdini, 1953), de George Marshall. Si procedemos cronológicamente, la más antigua de las películas de Curtis que me fascinan es este biopic de color de chicle oscurecido con asomos a la parte más ambigua o peor iluminada de nosotros mismos. Nada que ver con esas porquerías que han dedicado al inmortal escapista en los últimos tiempos, como la terrible El último gran mago (2007), de Gillian Armstrong. En la versión de Curtis, Houdini es un joven impulsivo, descabezado, que decide coquetear con la muerte y esas otras barreras, físicas y de otra índole, que acotan la naturaleza humana. Dos escenas para la antología: aquella en que Houdini se sumerge en el mar de hielo y todo el mundo le da por muerto; aquella en que se libera de una camisa de fuerza mientras contempla hipnóticamente los espejos de una esfera que gira. 
 
2. Coraza negra (The black shield of Falworth, 1954), de Rudolph Maté. Ejemplo acabado de lo que el Hollywood de la golden age entendía por Edad Media, este título me ha acompañado durante años que se alargan en décadas como una de mis películas favoritas de todos los tiempos. El guión, basado en un pastiche novelístico que evoca la era de Robin Hood y Ricardo Corazón de León, explota sin rubor parentescos oscuros, venganzas familiares, iniciaciones dolorosas y malvados surcados de cicatrices. La coraza que da nombre al espectáculo no contiene menos hojalata en su aleación que las que cubren al resto de los actores, por no hablar de las espadas. No hay detalle en el atrezzo que no resulte inverosímil, que no invite ocasionalmente a la carcajada o al sudor frío; sin embargo, la historia conserva intacto su poder de arrebatar y de mantenernos soldados al sofá de casa durante la casi hora y media en que se desenvuelve. Para la antología: los leotardos y pijamas de Curtis y su facilidad para trepar por las tapias; el personaje de Diccon Bowman, ese maestro cruel, bondadoso e irrompible que todos habríamos querido sufrir.

3. Los vikingos (The Vikings, 1958), de Richard Fleischer. Uno de los títulos que considero definitivamente imprescindibles en cualquier filmoteca cuyo fin comprenda el placer y la dicha de sus propietarios. Jamás me cansaré de ver las acrobacias de Kirk Douglas sobre los remos de los drakkars y las fastuosas melopeas en el interior de las cabañas de estopa y teca, pero tampoco la singladura del esclavo Eric (Curtis) a través del mar anegado por la niebla y una mano derecha cortada sobre un foso de lobos hambrientos. Curtis contribuyó y no poco (junto con su señora Janet Leigh, igual que en Coraza negra y en Houdini) a la perfección de este exquisito ejemplo de filme de aventuras, que no ha perdido un ápice de su poder magnético a pesar de los muchos artilugios pirotécnicos que se han inventado desde la fecha.


4. Espartaco (Spartacus, 1960), de Stanley Kubrick. No olvidemos que Curtis formaba parte del reparto del más grandioso peplum que han dado las salas de cine, en el papel de un esclavo ducho en ciencias y letras que se suma a la rebelión ecuménica de Kirk Douglas (de nuevo él). Esta película es tan grande, tan ancha, tan larga y tan profunda, que cualquiera que tomara parte en ella, en primer o en segundo plano, merece el premio de un sitiecito en los altares de nuestra memoria, con su vela colorada y esas cosas. Y si además borda diversas escenas de sauna de aroma a ambiente con el shakesperiano sir Laurence Olivier, pues mejor todavía.

En fin, querido Bernard Schwartz, que la nada te sea leve.