martes, 31 de marzo de 2009

El demonio del absoluto



El francés del abrigo. Hay un escritor francés que siempre fuma en las fotos, mientras se protege de un invierno en blanco y negro bajo las solapas de un abrigo trenzado. El flequillo en diagonal le da un aspecto de alumno irreverente, de esos que se ocultan al final del aula a grabar mensajes obscenos en el envés del pupitre; la nariz, copiada de una careta veneciana, sobresale casi maleducadamente del resto de las facciones, más respetuosas con la simetría. Este sujeto, cuya obra no he leído, luchó como aviador en la Guerra Civil Española, fue bandolero en Indochina, llegó a convertirse en coronel y secundó a De Gaulle en las duras (Londres) y las maduras (París). Responde al nombre de André Malraux y sostuvo una larga admiración, a lo largo de toda su vida, por un personaje que sin duda la merece, Thomas Edward Lawrence, el famoso Lawrence de Arabia. Incluso le dedicó un libro, El demonio del absoluto, recién traducido al castellano por Galaxia Gutenberg y visto de lejos el viernes pasado por este testigo ocular en el estante de una librería. Hay sujetos que están tallados sobre piedra imán y a los que resulta difícil resistirse, sobre los que no se puede evitar teorizar, glosar, ilustrar, biografiar, desvariar: Alejandro Magno, Leonardo da Vinci, el marqués de Sade. Lawrence pertenece a esa estirpe que atrae el metal de las plumas.


Los siete pilares de la sabiduría. No son pocos las biografías y retratos que Lawrence ha ido acumulando a lo largo de su casi siglo de carrera mitológica. Recuerdo, en particular, una esmerada crónica de un autor al que admiro por muchos motivos, Robert Graves, y que lleva por título Lawrence y los árabes. Por lo que sé, todas esas hagiografías abundan en hechos tremebundos y efectos especiales: trenes que descarrilan en mitad de las arenas, ejércitos diezmados por bandas de beduinos a lomo de animales color tabaco, ciudades tomadas sin aparente esfuerzo mientras los cañones que debían defenderlas miran ensoñadamente al mar. Borges ha dejado establecido que todos los biógrafos de Lawrence se enfrentan a un problema inicial que es ya una derrota: la imposibilidad de sobrepasar lo que él dejó sobre sí mismo en las páginas de su caudalosa Seven pillars of wisdom. La obra mayor de Lawrence mueve a la perplejidad por varias razones. Concebida en principio con el propósito de dar cuenta de la rebelión árabe y de la participación de su autor en el teatro de operaciones, a menudo rompe sus cauces y se extravía por el ensayo antropológico, la disquisición filosófica, el libro de viajes, la poesía, la mística. Se trata, sin lugar a dudas, de un libro inclasificable (como si alguno no lo fuera), que he visto, en librerías, ocupar tanto el anaquel de literatura turística, como de aventuras, como de clásicos extranjeros. Entre lo menos llamativo no se halla, por cierto, el estilo. De un autor en tránsito continuo, habituado al revólver, el vivac y la dinamita, encargado de la rebelión de un pueblo entero contra un imperio opresor, uno esperaba frases con ritmo de ametralladora, convulsas, agujereadas, adictas al punto y coma, algo parecido a London, a Hemingway; sin embargo, uno se encuentra en mitad de una marea de prosa vestida de tweed, académica en el mejor sentido de la palabra, de castillo galés. Uno sospecha que se trata de uno de esos libros nacidos con vocación de clásico, que desde la primera edición están predestinados al lomo de piel y el papel biblia con el canto en oro.


Muerte de un motociclista. Sin duda todo hombre es un enigma, un acertijo cuyo significado debemos rastrear por debajo del desorden aparente de sus actos. En el caso de Lawrence, esta hermenéutica alcanza sus mayores niveles de dificultad: un sujeto que es a la vez soldado, arqueólogo, estratega de brillo, amante del riesgo hasta el disparate, traductor de Homero, políglota, masoquista, homosexual, filonazi no parece poder resumirse en un cliché común, en un molde que nos haga cómodo manejarlo de cara a las generalizaciones. De toda su portentosa vida, que disculpa con creces la admiración que le han rendido generaciones enteras de amantes de la aventura, sigue deslumbrándome un hecho puntual, el último: su muerte. Hay una ironía secreta, un misterioso albor de justicia poética, en el modo que Lawrence tuvo de desaparecer, en un trivial accidente de motocicleta. Un hombre que desafió al desastre internándose a solas en el peor desierto de la Tierra, que humilló a un imperio con la ayuda cómica de una banda de desarrapados, que atravesó nubes de balas y lluvias de acero sin despeinarse mayormente el flequillo, debía acabar sus vidas como un niñato de fin de semana, con el cuello roto en una cuneta. El destino parece querer decir: lo verdaderamente peligroso, lo auténticamente letal, está en el camino cotidiano que conduce a casa.


Héroe del celuloide. Y por supuesto, la película: el origen de todo el mito para los miembros de mi generación y de algunas precedentes. Es sólo más tarde cuando comprobamos que T. E. Lawrence es un tipo desgarbado, con nariz en forma de yatagán y una barbilla indefendible, que cuando se despoja del disfraz de jerife y adopta el pantalón corto del ejército parece una caricatura de alambre; al principio, en la fascinación del principio, Lawrence es Peter O’Toole descendiendo una duna con la pistola de bengalas en una mano después de despanzurrar el tren en la línea del Heyaz, es ese irlandés loco y borracho alzando la espada en mitad de un pedregal ante la visión de Aqaba, es la previsión del dolor, del infinito, del vacío, en la inmensidad turquesa de esos ojos que algún día corresponderán también a un oficial nazi y a un rey asesino. Lawrence de Arabia constituye, sin género de dudas, la obra puntera de Sir David Lean (bastante más flojo, sentimental y farragoso en melodramas como La hija de Ryan o la sobrevalorada Doctor Zhivago): la fotografía del desierto, que constituye un personaje más de la acción, o la inevitable banda sonora de Maurice Jarre, reservan rápidamente un puesto de honor a esta cinta en la memoria de todo amante al cine en condiciones. Motivos a los que no es ajena la interpretación de O’Toole, que dota al personaje de un lado tenebroso y ambiguo que lo enriquece con creces y que lo aleja del habitual protagonista en bloque de la narrativa de aventuras (no en vano, poco tiempo más tarde, O’Toole encarnaría al héroe de tobillos frágiles por excelencia: Lord Jim).


La materia de los sueños. Lo que convierte a un hombre en arquetipo, en leyenda, en marchamo, es precisamente su escasa afinidad con lo que es un hombre: una criatura que se aburre, que sufre, que se casa, que paga hipotecas, que se levanta al ladrido del despertador, que duda, que teme, que desespera. Como ya sabemos, la auténtica realidad está hecha de humo y las ideas y los héroes, que rigen nuestros desvelos, poseen la dudosa consistencia del vapor. We are such stuff / As dreams are made on; / and our little life / Is rounded with a sleep: Prospero dixit.






miércoles, 25 de marzo de 2009

El ciego y el manco


Igual que, supongo, le sucederá a la apabullante mayoría de la humanidad, el nombre de Millard Kaufman me era perfectamente desconocido hasta hace cosa de un par de semanas, y si llegué a saber de su existencia fue por el lamentable motivo de que tocó a su fin: se murió. Eso le dio ocasión de figurar en la página de obituarios de los rotativos y gozar de la breve celebridad de la despedida, donde, según sabemos, todo el mundo es bueno o, a su modesta manera, hizo algo de valor. No conocí a Kaufman, ni personalmente ni de ningún otro modo, pero me atrevo a avanzar que, en cuestiones de cosas de valor, sí hizo un par de aportaciones. Que me apresto a indicar aquí para rellenar mi post de la semana y cumplir con la instrucción pública, uno de los objetos, no por inconfeso menos presente a su autor, de este nuestro blog.

Por lo que he leído en las esquelas, Kaufman fue guionista de Hollywood. Profesión esta que disfruta de bastante menos consideración y oropeles que la de escritor o reportero, pero entre cuyas filas, algo de lo que todos estamos al tanto, figuran a menudo personas de mucho talento muy poco reconocido (para dignificar actividad tan servil y subalterna suele mencionarse que en ciertas ocasiones fue ejercida por Hemingway o Faulkner, entre otras primeras espadas). En 1949, Kaufman realizó el guión para un cortometraje titulado Ragtime bear, en que aparecería un ancianito corto de vista en compañía de un oso. El oso acabaría por ser descartado, pero el anciano, un cegato que se negaba malhumoradamente a reconocer su deficiencia, no tardaría en convertirse en el personaje estrella de la United Productions of America y de ser exportado hacia la potente Columbia, que lo distribuiría por todo el mundo. Hablo de Mr. Magoo, cuyos avatares, tropiezos y malentendidos nutrieron generosamente las tardes de los telespectadores de mi generación, en connivencia con las de esas otras figuras arqueológicas llamadas Maguila el Gorila o el Lagarto Guancho (todos ellos, supongo, dormirán el sueño de los justos en el mismo subterráneo del finado Millard Kaufman).

Mr. Magoo resultaba de lo más entrañable, con su sombrero, su bastón y su rocambolesca tendencia a salvar a pobres animalitos de peligros que no existían en la realidad, salvo en su retina distorsionada. A decir verdad, los episodios de la serie no se caracterizaban precisamente por su variedad: el guión, construido sobre tres cartas de la baraja (la sota, el caballo y el rey) solía consistir en la llegada de Mr. Magoo a alguna parte, la confusión de un camarero o de una señora o de una boca de riego con algo completamente disparatado y exótico, y los equívocos consiguientes. Al final, Mr. Magoo se marchaba de donde fuera, saludando muy educadamente con su sombrero pero no por ello dejando de expresar su disconformidad con las formas de sus anfitriones. El esquema, obviamente, fue calcado por Francisco Ibáñez para la fabricación de otra de las glorias de nuestro pasado patrio: el inefable Rompetechos, que por méritos propios se merece un post aparte. Como aparte quedaría, también, una reflexión sobre la comicidad algo chusca asociada a los defectos de percepción de la realidad: por qué existen tantos personajes discapacitados que nos mueven a la hilaridad y por qué la ceguera, la sordera o el delirio nutren con tanta asiduidad todo tipo de gags, de calidad baja, mayor y mediana. Un anticipo: en su curioso tomito sobre La risa, Henri Bergson avanza el principio de que lo cómico es el resultado del desfase entre el formato de realidad que nos imponen el hábito, la rutina o el intelecto y su súbita violación por parte de alguien o algo que no comparte sus reglas (un resbalón, un hombre desnudo en mitad del mercado, una palabra inadecuada en un discurso de recepción del Nóbel). Creemos que el universo está perfectamente definido, limitado y en orden, que cada persona y cada cosa ocupan en él el puesto que les corresponde sin posibilidad de que el esquema admita variantes. Pero la risa, la ceguera de Mr. Magoo y Rompetechos, nos colocan en el precipicio de la duda: ¿y si una tijera fuera un compás? ¿Y si un sombrero fuera una madriguera de la que surgen gazapos? Recordemos aquí que para Max Ernst el colmo de la belleza consistía en “el encuentro casual de un paraguas y una máquina de coser en la mesa de operaciones”.

Pero volvamos al señor Kaufman, que debe de habérsenos extraviado con tanto circunloquio. El difunto Millard merece nuestra admiración y este post que (según costumbre) ya se alarga más de lo debido no sólo por introducir en nuestras vidas a Mr. Magoo, sino también por ser el responsable de uno de los guiones más apasionantes si no más conocidos (¡ay!) de que tengo noticia. A saber, el correspondiente al filme de John Sturges Bad day at Black Rock (1955), que en su día incluso le granjeó una nominación al Oscar del ramo. La película, que aquí se llamó Conspiración de silencio, nos presenta a un Spencer Tracy inigualable (ya peina canas, y tiene ese aire entre santurrón, profesoral y abuelesco que le conocemos de Adivina quién viene a cenar esta noche), convertido en un veterano manco de la Segunda Guerra Mundial. No quiero desvelar demasiados datos de la trama, que me resulta ejemplar, y animo a todos aquellos que no la conozcan a correr al videoclub (¿estará?) o enchufarse al emule para obtenerla cuanto antes y disfrutar de ochenta y un minutos de cine de cinco estrellas. Aun así, ofrezco algunas indicaciones: un villorrio polvoriento del Medio Oeste, donde ejercen su tiranía granjeros metidos a perdonavidas (papeles bordados por Robert Ryan y Lee Marvin), queda conmocionado por la llegada de un anciano que busca a la familia de un antiguo vecino del que fue camarada de armas, Joe Komaco. Lo cierto es que la familia de Komaco no se encuentra en Black Rock, y nadie sabe, o prefiere no saber, lo que ha sucedido... Así que el anciano, con muchos más arrestos de los que le suponen los niñatos que dominan el cotarro en el pueblo, ha de ir destejiendo la red de insidias, odios y atrocidades a que la familia de Komaco se ha visto arrastrada sin comerlo ni beberlo.

Admiro este película desde hace mucho tiempo, y por varios motivos. Por el pulso narrativo, que está medido con auténtica maestría y sabe colocar cada suceso en su punto correcto, siempre con la intención de sacarle el mayor partido a la trama. Porque constituye, al menos para mí, un ejemplo perfecto de lo que debe ser un thriller, en formato novelístico, cinematográfico o de cualquier otra clase, puesto que siempre he descreído felizmente de esas compartimentaciones (los géneros) que tanto tranquilizan a las mentes académicas. Por ese inicio y ese final, simétricos, en que un tren llega o se aleja de ninguna parte, en mitad de un desierto donde no caben más que silencio y odio. Y por supuesto, por Spencer Tracy, mi enorme Spencer Tracy, un actor que con su sola carota de sirgador ya llena la pantalla y que convierte a cualquier personaje de dos dimensiones, por remoto que resulte, en alguien de tu familia nuclear (mérito que comparte con otras glorias como Peter Ustinov o Anthony Quinn).

Querido Millard Kaufman: a pesar de no conocerte de nada, te agradezco todas las horas de inmenso placer pasadas en compañía de un ciego y un manco. Tu ciego y tu manco, por supuesto.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Who watches the watchmen?


Mucho me temo que, por motivos de patria potestad, he de tardar un buen tiempo en echar un vistazo a la versión cinematográfica de Watchmen; y más me temo que en el momento en que por fin consiga hacerlo la película lleve ya casi un lustro acumulando polvo en las estanterías de los videoclubes. En realidad, y como buen cerebro contradictorio que soy, ni siquiera sé si deseo verla. Lo cierto es que el cómic me dejó tan apabullado, patidifuso y al borde de la afasia, por la sensación de maravilla, que temo seriamente que el filme no le llegue ni a la altura de las suelas: me espanta chocar con el producto de un puñado de admiradores tan bien dispuestos como mal encarrilados, que ante la imposibilidad de superar al original o de ofrecerle un digno émulo, se apliquen a copiarlo simiescamente limitándose a traducir las viñetas en encuadres. Me aseguran que no es así. Gentes hay, incluso devotos de la versión original en comicbook, que defienden la película como dos horas de agradable escapismo y merecedora de interés más allá de su relación con su modelo de papel satinado. No sé si tendrán razón, y creo que me retrasaré en esto de dársela o favorecer en su lugar a los escépticos, porque ya he mencionado que de un tiempo a esta parte las salas de cine me están más bien vedadas (como teatros, antros nocturnos, bibliotecas y otros lugares reservados al onanismo intelectual). Puedo imaginarme de lejos el resultado y entrever a grandes rasgos a qué corresponde. No sé por qué, lo veo más vecino al color chicle de las últimas Spiderman o El increíble Hulk que a los nobles ejercicios de estilo de Sin City y 300. Pero igual me equivoco.

Los motivos para el recelo son múltiples. La acción que Alan Moore describe en su guión ofrece excusas más que sobradas para planos espectaculares y excesos de altavoz, pero también nos presenta una reflexión cruda, indigesta y sin concesiones sobre el universo de los superhéroes y lo que implican en una sociedad democrática o que trata de serlo. Tipos disfrazados con mallas y ocultos tras un antifaz que se toman la justicia por su mano invadiendo competencias del juez y el agente de policía, que se travisten para dar salida a las múltiples frustraciones que arrastran desde la infancia (la de ser mutantes, huérfanos, extraterrestres, monstruos, víctimas de experimentos nucleares… ), que reducen maniqueamente el colorido exuberante de las cosas al lóbrego blanco y negro del ajedrez no parecen a primera vista individuos a los que confiar alegremente el futuro de nuestras familias. La grandeza de Moore consistió en aprovechar el habitual vehículo de las narraciones superheroicas, el cómic, para plantear interrogantes cruciales sobre su sentido y su profundidad, así como para desenmascarar el infantilismo y los impulsos fascistas a menudo ocultos bajo su superficie. Por eso Watchmen constituye, sin atenuantes, una de las obras imprescindibles de la historia de la literatura popular, una de sus cimas y de sus techos. Después de ella, no podemos contemplar con la misma inocencia a Superman o al viejo Batman con uniforme color cemento de la teleserie.

¿Qué hará el cine con estos mimbres? Para que la película salga rentable, probablemente los guionistas se verán obligados, consciente o inconscientemente, a renunciar a las cuestiones más espinosas planteadas en el original. ¿Ocupará el espectador su butaca con la misma comodidad cuando sepa que algunos de los héroes para admirar a los cuales ha abonado religiosamente su billete es culpable de violación, planea una masacre de dimensiones planetarias o ha visitado varias veces la cárcel por conducta próxima a la psicopatía? Sospecho que la productora, con intención de hacer el producto menos agrio, limará el pasado de Rorschach o atenuará los efectos del plan maestro de Ozymandias para evitar un holocausto nuclear. Veremos. En el plano visual quizá la cirugía no tenga por qué resultar tan agresiva, aunque declaro que no reconozco a Night Owl en ese tipo fibroso y perdido bajo una montaña de músculos que aparece en los carteles, por no hablar de los pectorales cárnicos de Silk Spectre. También es verdad que jamás he podido soportar lo que los diseñadores de la última generación han hecho con los muy dignos pijamas de Los Cuatro Fantásticos o Lobezno.

A menudo, García Márquez ha presumido de que Cien años de soledad es imposible de trasladar al cine, de que se trata de una obra irremisible y forzosamente literaria. Yo no sé si esa incapacidad es virtud o defecto, pero parece insinuar la existencia de unos valores únicos sólo apreciables en el medio en que la obra se generó, perdidos sin remedio en cuanto cambia de envase. Conocemos tanto las limitaciones del cine como las de la literatura, y solemos saber, antes de asomarnos a una adaptación en una u otra dirección (ejemplo: de El nombre de la rosa al filme de Annaud, de El tercer hombre al texto de Graham Greene), dónde van a radicar los puntos flacos. La imagen golpea, seduce, persuade de inmediato, pero suele carecer de espesor; la palabra detalla, penetra en recovecos, remonta las cumbres y desciende a los abismos, pero se halla lastrada por la necesidad de metáforas que aporten visibilidad, por su gravoso aparato de sintaxis y armazones. No sabemos si el cómic cuenta con algún rasgo específico, algo intraducible al resto de las artes, que pierda su magia en el momento de ser vertido en imágenes en movimiento o palabras llanas (que también ha sido el caso: Neil Gaiman ha convertido en novelas algunas de sus tramas para The Sandman, y de la Balada del mar salado de Hugo Pratt existen versiones tanto en formato de historieta como de relato): quizá se halle en su condición de género indeciso, a medio camino entre el cine y la pintura.

¿Se pierde algo en el trasvase? Cuando eche un vistazo a Watchmen me atreveré a opinar. Mientras tanto, se aproximan a la gran pantalla (¡) nada menos que Tintín y Blake & Mortimer. Espero que los rescoldos de nuestra infancia sobrevivan en estado aceptable a esta revisión de los clásicos.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Clásicos brillantes


Es común vérselas en los suplementos culturales con críticos de música de alta cuna que tratan con desprecio esos sellos económicos de los que los pobres de solemnidad nos hemos servido durante años para alimentar nuestra melomanía. Porque todos sabemos que en ciertos estantes de las tiendas de música, junto a esos expositores en que reposan los cuidados ejemplares de la Deutsche Grammophon, Phillips o Decca (por no entrar en las exquisiteces de los sellos dedicados a la música antigua, L’oiseau lyre, Alia Vox y demás), aguardan al aficionado de escasos recursos discos no tan bien presentados, con libretos algo más deficientes e ilustraciones de peor calidad en las carátulas, que sin embargo no por ello pierden la capacidad de embrujar a quien los escucha con atención.

Hablo, por ejemplo, del sello Naxos, el más veterano en esto de las baraturas (precio ajustado, lo llaman ahora), que suele fruncir el entrecejo de los verdaderamente entendidos (id est: aquellos que pueden adquirir sin menoscabo un pase de temporada completa para el Maestranza o el Teatro Real, a cuyas sesiones acuden entre revuelos de visón y Giorgio Armani). No sólo he sido durante años comprador de Naxos, que me ha permitido descubrir autores e intérpretes de los que jamás había oído hablar o que conocía sólo de lejos, sino que reconozco con orgullo que lo continúo siendo. Gracias a Naxos dispongo de una colección por lo menos representativa del sinfonismo vienés de finales del XVIII y principios del XIX, una de mis debilidades, y he podido acceder a la obra de Vanhal, Von Ordonez, Rosetti, Danzi y Hummel, no disponible ni muchísimo menos en las marcas, digamos, de padre conocido. No voy a pretender, por supuesto, que las versiones de Naxos puedan igualarse con las que ofrecen orquestas o solistas de prestigio cimentado y rancio abolengo, pero tampoco voy a caer en la burda simplificación de echar todas por tierra como música de conservatorio de pueblo, porque no lo son. Para darme la razón están ahí, por ejemplo, el Tel Aviv Quartet, que borda una integral de los cuartetos de Hoffmeister (imposible de hallar en otra parte), o la Failoni Orchestra, de Budapest, capaz de extraer matices muy interesantes a las sinfonías temáticas de Dittersdorf.

Hace diez años, esto de la música clásica para pobres se abrió a un nuevo universo de posibilidades y delicias gastronómicas. Entró en el mercado una empresa holandesa, con un logotipo que no presagiaba nada bueno, y acaparó los estantes de novedades con pésimas fotografías de amaneceres bálticos y pinturas impresionistas de segunda mano. Lo llamativo del precio (empezaron vendiendo a tres euros) la emparentaba con esos discos de aluvión que venden (vendían) en los cajones de expositores de oportunidades con estuches rayados, que sonaban como desde el fondo de un túnel y estaban interpretadas por alumnos sin licenciar que a veces hasta metían la gamba a la hora de leer la partitura (no es broma: recuerdo una versión delirante del concierto para flauta y arpa de Mozart donde se quitaban de en medio una frase entera). Pero pronto el aficionado tuvo que revisar esa primera impresión. Con la mejoría en la presentación (a alguien, por fortuna, se le ocurrió contratar a un diseñador con un sentido estético no curtido en peluquerías) llegó también la mejoría en la oferta. Y qué oferta: posibilidades que hasta el momento habían estado cerradas a los más indigentes o que ni siquiera creíamos que orillaran la realidad comenzaron a abrirse ante nuestros estupefactos ojos. Pues a ver: ¿quién podía imaginar, años atrás, que la obra completa de Bach, Beethoven o Mozart, en versiones cuando menos solventes, iba a poder caber en cofres de ciento y pico cedés por menos de lo que uno se gasta en parranda un fin de semana? Comenzaron a circular ediciones completas (el fuerte de Brilliant) y a ponernos al alcance de la mano la integral de los quintetos de Boccherini, las sonatas de Scarlatti, las de Clementi, las suites de Telemann, la música de cámara de Couperin, la de Haendel, todo Corelli, todo Thomas Tallis, todo Frescobaldi, y la cosa continúa. Aparte, nos han permitido descubrir maravillas que permanecían en el perfecto limbo de la ignorancia. Ejemplos memorables: la histórica recopilación de toda la música para guitarra y fortepiano de Ferdinando Carulli, autor napolitano de quien yo jamás había oído hablar; los cuartetos para clarinete de Bernhard Henrik Crusell, cima de la elegancia que no conocía de nada; y la exquisitez con olor a cera quemada y madera de muchos años que se oculta en la obra profana de Sigismondo d’India, un maestro del barroco italiano del que mis muchas lagunas también me habían apartado hasta el momento.

Mientras escribo esto, tengo frente a mí mi última adquisición del sello. Se trata de un par de sinfonías (la sexta y la séptima) de un cierto Johann Wilhelm Wilms ante quien hace una semana habría pasado de largo, pero que ahora sé que fue émulo de Beethoven en los Países Bajos y compuso, como él, partituras atormentadas llenas de furia y breves episodios de confianza en el porvenir. Este disco supone, creo, un resumen de todo lo bueno con lo que Brilliant cuenta para seducir al curioso: un autor desconocido, seguramente inédito (el booklet no se muestra muy conciso al respecto), una partitura de interés más que suficiente, una presentación comedida y elegante con ilustración de época (una vista de Ámsterdam, o Utrecht, o Delft), una interpretación en forma de carga de caballería (y aquí no exagero; juzgue el lector: el Concerto Köln a la dirección de Werner Ehrhardt, con un sonido masivo en una grabación de 2003 comprada a la Deutsche Grammophon), y, en fin, 3’75 euros. Creo que son argumentos de sobrepeso.

Mis simpatías por Brilliant Classics no me impiden, por supuesto, ver muchas otras cosas. No soy idiota, o al menos no del todo: prefiero oír a Gustav Leonhardt o Andreas Staier antes que a un aplicado profesor holandés, y me quedaré con la maestría de Jordi Savall antes que con la sospechosa meticulosidad de un desconocido. Pero el problema es que para gozar de Leonhartd, Staier o Savall necesito hacer un grave desembolso que sólo muy de cuando en cuando puedo permitirme. Si me convirtiera en un purista y sólo accediera a escuchar música en los dedos de los grandes, mi panorama no tardaría en encoger y la música de la que suelo disfrutar reduciría dramáticamente su número. Hoy por hoy, contando incluso la limitada oferta de descargas por internet, habría perdido muchos de los instantes de felicidad que me han brindado esos nombres que he mencionado más arriba y muchos otros que debería añadir. Por discutible que pueda ser una interpretación, por desagradable que nos resulte una portada, siempre es mejor escuchar al autor que condenarlo al silencio. Dicho lo cual, a todo acaba por tomársele cariño y es cierto que las trufas se esconden entre el barro y los desperdicios. Reconozco que no cambiaría, ahora, mi espontánea colección de Brilliant (que sigue creciendo alegremente) por otras señoritas más acicaladas y con apellidos más largos, acostumbradas a los salones de postín.


miércoles, 4 de marzo de 2009

Obras completas


Lo de los aniversarios, centenarios, milenarios y no sé qué más se ha convertido en un verdadero diluvio del que parece incapaz de protegernos ningún paraguas. No existe año en el calendario que no suponga pretexto para una nueva avalancha de conmemoraciones, fanfarria, ediciones recopilatorias y demás formas (dudosas) del homenaje, por la sencilla razón de que, con sólo realizar una sencilla resta sobre el año en curso, tenemos en cifras redondas aquel otro en que alguien nació, murió, fue desvirgado o se hirió el tobillo con un alambre, por no mencionar las grandes ocasiones patrióticas. A mí esto de los años con nombre y apellido siempre me ha dado un poco de grima, aparte de parecerme una de las formas más acabadas de lo arbitrario, por no decir lo inútil. Ya sabemos de sobra para qué sirven esta clase de excusas: para que la consejería o el ministerio de cultura de turno se gaste un caudal inmenso en exposiciones que ensalcen la memoria de un individuo al que la gran mayoría de la humanidad conoce todo lo más de lejos, se sufrague una nueva fundación en que preservar el papel higiénico con que se limpió el genio y se emprenda una edición definitiva de su obra, comentada y anotada por el crítico de mayor relumbrón en los periódicos. Además, en la celebración de un año en vez de otro hay toda una lección de capricho, de gratuidad: ¿por qué se festeja el vigésimo quinto aniversario del nacimiento o el deceso de alguien pero no el decimoquinto, o el trigésimo? ¿Qué tienen de especial cien años en la historia crítica de un autor determinado que no lo tengan setenta y cinco o ciento seis? Pronto lo verdaderamente inusual, lo digno de conmemoración, serán los años en blanco, los años que nadie reclame. Entonces podremos decir, igual que el sombrerero de Alicia, happy unbirthday! Será todo un alivio.

Una vez evacuado mi veneno, puedo reconocer sin reparo que las conmemoraciones tienen sus cosas buenas. A veces, una de esas ediciones faraónicas de las que he hablado saben a miel o sacarina, y es justo reconocer su oportunidad: lástima que haya que esperar al cumpleaños de turno para emprender iniciativas que serían óptimamente recibidas en cualquier otra fecha del anuario. En fin: este 2009 celebramos el segundo centenario de la muerte de Franz Joseph Haydn, genio de la música que, si bien no puede parangonarse con Mozart y Bach (mi mano derecha y mi mano izquierda), hace lo propio para estar todo lo cerca que puede de ellos. La ocasión ha sido aprovechada por Brilliant Classics para editar el primer volumen (el primer estuche) de sus obras completas. Las cifras de dicha edición inducen al vértigo, según suele ser habitual en Brilliant: ciento cincuenta discos por noventa y nueve euros en total. Recuerdo al despistado que hasta hace poco la recopilación, por parte del mismo sello, de las sinfonías completas (con Adam Fischer al frente de la Austro-Hungarian Orchestra) se vendía en las tiendas a ciento veinte euros. Las matemáticas no salen, o son dementes, como dirían Lewis Carroll y Leopoldo María Panero.

Para evitar suspicacias, aclaro que las ediciones de Brilliant suelen caracterizarse por una cuidada presentación (en esto han mejorado bastante desde los primeros títulos con ilustraciones de cafetería de pueblo) y una selección nada desdeñable (tampoco meteórica, no nos engañemos) a la hora de elegir intérprete. Veamos dos ejemplos, precisamente el de mi mano derecha y el de mi mano izquierda. En el caso de Bach, la obra completa de Brilliant abarca 160 discos. Lo más interesante, a mi ver, son las cantatas, la mayoría grabadas expresamente para esta edición, y dirigidas, al menos con soltura, por Pieter Jan Leusink; la música instrumental, tanto de cámara como orquesta, reserva sorpresas muy estimulantes como las de The Consort of London o el violonchelista Robert Cohen (cierto: las suites para violín son lo peor de la selección, una lástima si se tiene en cuenta que se trata de una de las partituras punteras de Bach). En cuanto a Mozart, su edición de 170 discos no tiene desperdicio. Reconozco que, pese a guardar en casa versiones de pedigrí mejor consideradas, he terminado por hacerme adicto a mi cofre de Brilliant. Y no hay fraude posible: exceptuando quizá las sinfonías, que son seguramente lo más flojo del plantel, el resto es alegría pura. Y aquí incluyo a La Petite Bande de Kuijken al frente de Così fan tutte o Don Giovanni o a Pieter-Jan Belder (que también toca el clave en la edición Bach y es responsable de otra imprescindible versión completa de las sonatas de Scarlatti) empleándose en algunas de las sonatas de madurez o en las variaciones. En resumen: por el precio de ambos estuches (alrededor de cien euros, rebajados en ocasiones a setenta u ochenta), no hay dilema posible. O mejor, sí: o lo adquieres o te arriesgas a que te llamen estúpido por el resto de tus días.

Conociéndome, mucho me temo que tendré que ir buscando sitio en alguna de las estanterías de casa para el nuevo mamotreto de Haydn. Según he comprobado por encima, esta primera entrega contiene las sinfonías (en la versión de Fischer), las sonatas y variaciones para piano, los conciertos (violín, teclado, órgano, vientos), ¡los cuartetos completos!, los tríos, las canciones y algunas de las óperas, tres o cuatro. Se me hacen los oídos agua con sólo imaginarme el atracón de música que me espera, en esos interregnos infinitos que paso al volante de mi Volkswagen. Porque yo, igual que los maridos de poca fe y las parejas que acaban de conocerse, paso la mayor parte del tiempo en el coche. Y no porque me guste conducir: siempre he preferido dejarme llevar, pero esa es otra historia.

(En realidad, este post iba a tener por objeto defender el sello Brilliant de esos falsos connoisseurs que lo critican por popular y barato, pero el noble arte de la digresión, según suele, ha terminado por conducirme a través de derroteros que en principio no había pretendido hollar, o sólo de pasada. De modo que quede esta entrada para reflejar mi admiración por la inmortal obra de Haydn y la semana que viene, si la providencia nos da fuerza en los dedos, seguiremos con lo demás.)