miércoles, 30 de septiembre de 2009

Bright Cecilia, Hail!


Hail! Bright Cecilia, Hail to thee!
Great Patroness of Us and Harmony!
Who, whilst among the Choir above
Thou dost thy former Skill improve,
With Rapture of Delight dost see
Thy Favourite Art
Make up a Part
Of infinite Felicity.


Ode to St. Cecilia, 1692

Nicholas Brady, música de Henry Purcell



Razones para amar a la Bartoli. Su aspecto de portera romana que prepara óptimamente los spaghetti; la forma que tiene de reírse, que parece resonar contra una bóveda; sus interpretaciones de Papagena y Zerlina; esa ventolera, madre mía, que guarda dentro del pecho y que le permite subir y bajar escalas sin detenerse a resollar un segundo; el pelo alborotado y marino que no desentonaría en el cráneo de una verdulera; la potencia de la voz, que pone en peligro las vajillas; la simpatía (¿o eso ya lo he dicho?), sobre todo después de que nos hayan hecho creer que para cantar ópera hay que ser de piedra, metal o palo; lo bien que sabe escoger las orquestas que la acompañan y los repertorios que debe cantar; esa cosa mestiza de español e italiano que habla cuando la entrevistan en la radio, entre carcajada y carcajada; ella, toda ella. Querida Cecilia: si no hubieras, habría que inventarte.


De Vivaldi a la Malibrán. A los ignorantes les informaré de que te diste a conocer en la década de los noventa con tus fogosas interpretaciones de personajes rossinianos y mozartianos que te vienen como un guante, y que pronto se hizo patente en las esferas discográficas que tu talento (consistente en dos facultades principales que ya catapultaron al elíseo a muchas divas del pasado: la energía en las arias de bravura, la calidez en las de sentimiento) debía aspirar a miras más altas. Así que en 1999 te colocaron junto a Giovanni Antonini al frente de ese conjunto incomparable que me hace ponerme de rodillas, Il Giardino Armonico, y sorprendiste a medio globo terráqueo con The Vivaldi Album, una selección de las más valiosas arias del preste rosso. Todo un signo de los tiempos: porque tanto intérpretes como audiencia, cansado de los ritornellos de las Quattro Stagioni, estaba empezando a descubrir que Vivaldi también había escrito óperas, en realidad bastantes óperas, y que muchos de los tesoros que guardaban en su interior eran de lo más dorado de sus partiruras. El exitazo, predecible por otra parte, continuó con The Salieri Album, este de 2003. Se repetían varios de los rasgos de tu recopilación anterior: un autor más o menos de renombre (en este caso, el legendario rival de Amadeus) con obras perfectamente olvidadas o cubiertas de óxido. Debo decir que, aunque tu voz me deslumbra como siempre y sabes despertar en mi corazón la más amplia gama de matices de la desesperación a la rabia, en tu álbum sobre Salieri (con Adam Fischer y The Orchestra of the Age of the Enlightenment) no alcanzas, quizá por el acompañamiento, la misma cumbre que en el de Vivaldi o en el de tu siguiente pelotazo, tal vez mi favorito, Opera proibita (2005). Marc Minkowski y les musiciens du Louvre parecían una banda más acorde con tu idisosincrasia y esas arias de Haendel y Scarlatti que resonaron en la Roma de inicios del XVIII y de las que sabes sacar más jugo que de una sandía en agosto: tu versión de Lascia l’espina sigue rebasando todas las barreras de mi estupor y mi idolatría. Y si Maria (2007), tu antología última (dedicada a la soprano española de inicios del XIX, María Malibrán), debo reconocer que me deja más indiferente, el defecto se debe sólo a mí y nunca a tu destreza vocal o interpretativa: ya sabes lo maniático que soy en cuanto me arrastran más allá de Rossini o de Beethoven.


El sacrificio. Pero en fin, si te dedico esta carta abierta es porque has regresado a la palestra, y con un programa, igual que de costumbre, que resulta de lo más suculento. Aún no lo he visto en tiendas, pero sí te he oído promocionarlo por la radio y he visitado tu página web para informarme al respecto. En Sacrificium vuelves a hacer de las tuyas: a investigar archivos musicales en busca de legajos desapercibidos u obras maestras pasadas por alto, y a dotar de carne e sangue a una melodía condenada desde mucho tiempo atrás a la ceniza de los osarios. Sacrificium, informo al profano, es una antología dedicada al ambiguo universo de los castrati, y centrada sobre todo en las producciones aparecidas en torno a la famosa (en su día) Scuola dei castrati de Nápoles. Allí reinó Nicola Porpora (1686-1768), compositor, pedagogo y empresario calificado por George Sand de “premier maître de chant de l’univers”, y allí estableció lo que podría merecer el apelativo de mayor fábrica de castrati de Europa. Con total impunidad, en nombre de la sacrosanta belleza, Porpora arrancó los genitales de más de cinco mil niños con la excusa de convertirlos en exquisitos instrumentos de música. Algunos de ellos (Caffarelli, Farinelli, Salimbeni, Appiani) llegaron a la cumbre y se codearon con emperadores y magnates; otros, oscuros, acabaron cantando en tabernas y lamentando una operación (por decirlo livianamente) que los había reducido a hombres a medias. Para resaltar esa ambigüedad (la de varones en cuyo pecho vibraba una voz de mujer), querida Cecilia, has decorado la portada de Sacrificium con un montaje fotográfico que, voy a serte sincero (como por demás lo estoy siendo a lo largo de toda esta misiva), me parece de un gusto un tanto discutible. Perdóname, pero ¿te asesoró el decorador de algún gimnasio o algún escayolista?


¡Tres octavas! El gran reto al que se enfrenta cualquier intérprete actual que desee reproducir la música de los castrati tal y como se hacía en su época consiste en la tesitura. Se sabe que Farinelli, con su voz híbrida, era capaz de dominar la altura de tres octavas, y desenvolverse en ámbitos que pertenecen tanto a la soprano como a las notas más altas del tenor. Tú, Cecilia, con esa herramienta pulmonar que te ha dado natura y esos golpes de fiato que mueven a acezar a quien simplemente te oye, parecías predestinada para la tarea. Invito a los escépticos a visitar tu página personal y echar un oído a tu versión de Cadro, ma qui là si mira de Araia, o, sobre todo, al Son qual nave de Broschi. Comparaciones odiosas: si alguien dispone de la BSO de la película de Gérard Corbiau Farinelli (1994), no está de más que oiga también la interpretación ofrecida en este disco y que repare en similitudes y diferencias (más). Sobre todo, teniendo en cuenta que quien canta en Farinelli no es una persona, sino un monstruo frankensteiniano creado en los laboratorios del IRCAM de París a base de injertar las voces del contratenor Dereck Lee Ragin y la soprano Ewa Godlewska. Veréis que no hay confrontación posible. Por todo lo cual, y en espera de darme el atracón de tu disco completo (¿cuándo sale a la venta?), brillante Cecilia, yo te saludo.


Cambio de tercio: invitación formal. Amigos, por la presente os invito a todos a la presentación oficial en sociedad de mi novela Tormenta sobre Alejandría, que tendrá lugar en La Carbonería, calle Levíes nº 18 Sevilla, a las 20:30 horas del próximo miércoles 7 de octubre. Si paseáis por allí cerca, no dejéis de asomaros; y si no, bueno, declarad vuestra intención (que es lo que cuenta) y al pasar lista os consideraré presentes.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Me da en la nariz




Ahí pero dónde, cómo. Imagino que la gran mayoría de vosotros habrá tenido acceso en multitud de ocasiones a la misma experiencia. Entráis en un ascensor, o en un café abarrotado, o en el asiento trasero de un taxi, y sentís el golpe de algo; una imagen, una sensación que se escurre os atosiga repentinamente los cinco sentidos y creéis estar en otra parte o percibir un color; el aire es más mullido, la realidad más indulgente; recordáis sin aparente pretexto la almohada de vuestro cuarto de niños o el vuelo de la falda de mamá. Hasta que, pasado un rato, os apercibís de que se trata de un olor: alguien ha estado ahí apenas un segundo atrás y acaba de marcharse, no sin antes dejar la huella de su perfume, ese duplicado que se parece al contorno del cuerpo sobre las sábanas. El otro día penetré en el vestíbulo de un hotel y me vino la bofetada de un amor: una profesora de alemán que tuve y con la que soñaba y proyectaba viajes estúpidos a países con nieve y lecturas apretujados frente a una mesa con vela y un volumen (digamos) de E. T. A. Hoffmann abierto entre ambos. Todo vino con el perfume de una desconocida y todo se marchó en cuanto la puerta giratoria hizo rotar el universo sobre su eje y lo devolvió a su posición primera.


El arte no es cosa de hocicos. Lo cual me hace razonar que el sentido del olfato resulta radicalmente distinto, tanto en percepción como en el efecto que produce, al resto de los otros. El olfato no avanza de frente (como la visión, porque ya sabemos que la luz se expande en línea recta), sino que aprovecha meandros; no ofrece razones, sino atisbos; su estado preferido no es el sólido (el del tacto), ni el líquido (el del oído interno), sino el gaseoso, que se esfuma de continuo. Quizá se trata del único resto de atavismo que nos queda a los pobrecitos seres humanos, pero lo cierto es que un olor convence, repele o magnetiza con mucha mayor contundencia que cualquier otra clase de sensación: vestigio, por qué no, de esa infancia remota en que fatigábamos las selvas y necesitábamos hocicos para rastrear el almuerzo entre la maleza. Si una imagen vale por mil palabras, un olor vale por mil imágenes y las desborda. Es curioso, se me ocurre, que no exista un arte particular del olfato. La visión tiene la pintura, el oído la música, la lengua a Ferrán Adriá. Lo más similar a un arte de la nariz sería, supongo, la perfumería, pero no sé quiénes son sus Leonardos ni sus Cézannes ni en qué consiste el clasicismo o el cubismo en cuestión de fragancias. Todas estas evidencias que acumulo a bote pronto no son nuevas y han sido ya formuladas muchas veces, por lo menos desde que el insigne E. A. Poe anotara en el margen de un libro que estaba leyendo: “Creo que los olores poseen una fuerza sumamente peculiar, afectándonos mediante la asociación; su fuerza difiere esencialmente de la de los objetos que apelan al tacto, el sabor, la vista o el oído” (Marginalia, XXIX, traducción de Julio Cortázar).


Grandes narices de la literatura. Referirse al potencial gnoseológico de la nariz significa, naturalmente, acordarse de Patrick Süskind y de su famoso El perfume, una novela que no fue escrita para erigirse en best-seller pero a la que sin embargo el destino, que a veces tiene maneras de humorista televisivo, otorgó esa condición, y que ha sabido resistir el éxito y los años con una salud que ya quisieran muchos abuelos. Jean-Baptiste Grenouille llega a una constatación que nos inquieta y divierte a partes iguales: que el amor y el odio por el prójimo no son cosa del corazón, sino de las fosas nasales; que instancias más subterráneas y pulmonares que la afinidad son las que nos hacen preferir una novia a otra o un amigo a otro; que el triunfo o el fracaso no se hallan en el ánimo ni la ruleta del casino, sino en las feromonas. Otro personaje dotado de una envidiable virtud para sorber la verdad a través del olfato es el protagonista de la curiosa (y coquetamente editada) La nariz de Edward Trencom, de Giles Milton (La Factoría de Ideas, 2009), sobre cuyo argumento y actores podéis informaros aquí mismo. Trencom es levemente distinto a Grenouille, más integrado que apocalíptico, y pone su raro don al servicio de la humanidad en vez de en su contra: lo usa, en concreto, para calibrar las virtudes de los quesos.


Yo ya he estado aquí antes. Somos acémilas que giran una vez y otra en torno a la misma rueda de molino. Hallo que ya abordé este mismo tema con parecidos ejemplos hace nada menos que un lustro, en un artículo que redacté para dar cuenta de la aparición de una máquina capaz de imitar olores, y que podía llevar a casa del usuario las fragancias del bosque, la granja o el basurero. Interesados, pinchen en la web de El País.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Y la tormenta llegó


Último parte meteorológico. Según sabéis, la tormenta se desató ayer mismito sobre toda España, en particular aquellos de sus rincones que se dedican al comercio de libros. Y no me refiero a la que ha convertido Jaén en un río desbordado, sino a otra más alejandrina que vengo anunciándoos desde hace tres meses: en resumidas cuentas y hablando en román paladino, que mi última novela, Tormenta sobre Alejandría, se encuentra desde ayer en los escaparates de las librerías de todo el país. Yo todavía no he comprobado qué tal luce tras el cristal porque llevo tres días de promoción y poco veo aparte de estudios de radio y grabadoras de periodistas, pero os invito a todos a que lo hagáis y que, de paso, echéis un vistazo a los primeros capítulos, a ver qué os parece. Naturalmente, mis camaradas de Estado Crítico apenas han aguardado al estreno para hincarle y el diente y ya le han dedicado una recensión cuyo calor y generosidad agradezco de corazón desde aquí a Jesús Cotta, autor de esa primera cata. Ojalá todas las críticas que mi nuevo retoño conociera caminaran por los mismos derroteros, claro que sí.


La enfermedad sigue su curso. La hipatitis continúa acrecentando su contagio, como no podía ser menos ante la proximidad, cada vez mayor, de la película que marcará su punto álgido. La productora de Tele 5, que es la que sufraga el presunto taquillazo, acaba de abrir un blog donde registra la mayoría de las obras que alrededor de Hipatia han vomitado las editoriales desde principios de año, la de un servidor incluida. Y digo la mayoría porque faltan dos reediciones con las que acabo de chocar en la mesa de novedades, una deliciosa y otra no sé. En el mes de julio ya invitaba yo a Valdemar a la resurrección de la primera de ellas, a mi juicio el acercamiento más original que hasta la fecha se ha producido sobre el asunto, La perra de Alejandría, de Pilar Pedraza, ahora aparecida en la colección de bolsillo Club Diógenes. De la segunda, Hypatia, de Pedro Gálvez (DeBolsillo), no puedo decir nada salvo que se trata de una biografía novelada previamente aparecida en Lumen y que el escrúpulo filológico lleva al autor (igual que a Ramón Galí) a dotar a nuestra heroína de una rotunda y griega que quizá chirríe un poco en castellano, aunque gustos hay para todo paladar.


Los hombres que discutían sobre los hombres que no amaban a las mujeres. Hablando de otra cosa también abordada recientemente en este vuestro blog, el próximo domingo día 20 aquellos de vosotros que habitéis al sur de Despeñaperros y no tengáis nada más apasionante a que dedicar vuestro tiempo que contemplar la televisión, podéis sintonizar Canal Sur 2 y sorprender mi careto en el programa de Jesús Vigorra, El público lee. Me acompañan, según veréis, la periodista cultural Marta Jiménez y los traductores de Stieg Larsson al castellano, Martin Lexell y Juan José Ortega. Os emplazo a que echéis un vistazo a una amena charla en la que se abordaron diversos aspectos, tanto divinos como humanos, del éxito literario sin necesidad (o no aparente) de vender el alma al diablo. Por cierto, los traductores son dos individuos estupendos con los que no me hubiera importado pasar el resto de la tarde, y que confesaban que podían recitar las tres novelas de memoria después de ingurgitarla varias veces tanto en sueco como castellano. Recuerdo haberme quedado pasmado al saber que Giordano Bruno era capaz de reproducir enterita y de cabo a rabo la Eneida si se lo requerían, pero reconozco que la proeza de estos dos amables muchachos me sorprende (y espanta) mucho más.

martes, 8 de septiembre de 2009

La Antigüedad novelada



Tesis doctorales. Al parecer, por lo que me dicen mis conocidos y algún periodista afecto a las etiquetas, acabo de publicar una novela histórica. No sé yo. Antes preferiría pensar que es una novela policíaca, o de aventuras, con ambientación histórica, que parece comprometer menos. Personalmente soy degustador asiduo del género histórico, pero reconozco que suele calzar ciertas anteojeras que me repelen un poco. La insistencia mostrenca en el rigor histórico, sobre todo por parte de algunos de sus cultivadores más recientes, me hace desconfiar: una novela es una narración que ha de interesar al lector por la acción que describe, por el drama y la voz de sus personajes, por el ritmo con el que sepa mecer la inteligencia o el ánimo del lector. Confundirla con un recital de detalles eruditos es una banalidad y un error en el que se precipitan bastante a menudo doctorandos metidos a escritores: lo que redactan no es una novela, sino una tesis disfrazada. Lo que nos sobra, ahora, no son novelas históricas puntillosamente documentadas, que de esas las hay a porrillo, sino relatos interesantes que se sirvan de esas documentos para presentar un argumento bien apuntalado.


Disparates pompeyanos. Se suele referir a menudo con sorna disfrazada (y sin disfrazar) los numerosos anacronismos en que incurren los grandes novelistas históricos del pasado. Que si Dumas hacía revolcarse a un personaje con una princesa que académicamente había vivido cincuenta años antes que él, que si Walter Scott amaneraba a sus caballeros con cortesías de senador victoriano, que si Stevenson colocaba castillos en una colina de Escocia en vez de situarlos en una ribera, que era su emplazamiento original. Todo lo cual es cierto, al menos desde un punto de vista científico. Pero lo importante es que las narraciones de los tres, de Dumas, de Scott, de Stevenson, siguen deslumbrando a quien las visita y conservando el interés del lector por sus criaturas y sus avatares hasta el punto final: el paisaje sobre el que dichas tramas se desenvuelven es sólo un bastidor pintado. Que después de besar a Constance por vez primera d’Artagnan regrese a casa a través de la imposible rue Servadoni (aquella calle no podía existir en el París del siglo XVII, puesto que fue bautizada en honor del arquitecto que proyectó la iglesia de Saint Sulpice, erigida a inicios del XIX), no resta un ápice la validez de la emoción amorosa del protagonista (debo el detalle sobre la incongruencia a Umberto Eco y sus Seis paseos por los bosques narrativos). Entre mis novelas históricas favoritas (y ya me parece oír pitidos de lejos) se encuentra la floreada Los últimos días de Pompeya, que leí por primera vez con arrobo a los quince añitos. La obra de Bulwer-Lytton está literalmente infestada de desatinos históricos (recuerda a esos pastiches románticos que retratan la vida en la Grecia clásica o, peor, a los cuadros simbolistas sobre la Academia de Platón,), pero la preocupación por el destino de Glauco, Nydia y Arbaces nunca decae en un lector que no cesa de comerse las uñas y los padrastros.


Nada es verdad ni mentira. El detallismo ha de limitarse a encuadrar la historia, no a usurpar su protagonismo. El terreno de la literatura no es la verdad, sino la verosimilitud: la historia será buena si crea la suficiente convicción en quien la lee, sin importar la veracidad de sus afirmaciones. En el caso de mi novela, reconozco haber cambiado montones de cosas a mi antojo para decorar mejor la narración o sacarle el mayor partido. Anoto aquí algunas para advertir a los puntillosos de que más que ignorante lo que soy es aprovechado: por supuesto, Hipatia nunca fue directora de la Biblioteca de Alejandría; es altamente probable que la antigua Biblioteca (la que fundó Ptolomeo) ya estuviera destruida, igual que el Museo, en el año en que Hipatia murió, aunque aún seguía abierta la biblioteca secundaria del Serapeo; no sé si en la Antigüedad (lo dudo) existieron despedidas de soltero o depósitos de cadáveres, pero como me hacían falta ahí los puse; la Biblioteca jamás pudo contar con una sala de consulta, porque la lectura en silencio aún no se había inventado; el prefecto que gobernaba sobre Alejandría no era el praefectum Aegyptii, sino el mismísimo prefecto principal de la zona oriental del imperio, una especie de primer ministro con poderes mucho mayores de los que yo le atribuyo, pero respetar a pies juntillas toda esta burocracia palatina me volvía el argumento demasiado farragoso. Por el contrario, la inmensa mayoría de títulos antiguos que cito en la segunda y tercera parte son todos reales, extraídos en su mayoría de los catálogos de Plinio el Viejo y Diógenes Laercio, así como los datos que incluyo sobre mitología, zoología y religión. En cuanto a lo demás, dejo a vuestra elección si queréis creéroslo o no.


Plasma. Me despido con palabras del insigne Carlos García Gual, que aunque anda sobrado de rigor histórico, posee todavía más sentido común. En la página 12 de su interesante La Antigüedad novelada (Barcelona, Anagrama, 1995) apunta que “una buena recreación histórica puede darse en una novela, y hay estupendos ejemplos de ello. Pero el valor de una novela no viene dado por su fiel reconstrucción de los decorados y marco histórico, sino por su interés dramático y su calidad literaria, evidentemente. Es, como diría un griego, plásma y no alétheia”. No tengo ni una coma que añadir.

martes, 1 de septiembre de 2009

Hacerse el sueco



Dromomanía. En su acepción corriente, significa compulsión irrefrenable por viajar, moverse, deambular de aquí para allá sin poder permanecer en un sitio fijo. La padecían, entre otros, Lord Byron o Ernest Hemingway, y en la actualidad se le puede diagnosticar a Cees Nooteboom. No sólo a personajes egregios, también a otros llanos, como muchos de mis conocidos. A la vuelta de las vacaciones, me hablan de los prodigios de Tokio, Creta, Brasil y El Líbano como si fuese un pecado de maldad o ignorancia permanecer el verano entero con los omóplatos adosados al sofá, que es lo que yo he hecho. Cierto que en el pasado también yo padecí la dromomanía: la obligación impostergable, aunque no apetezca y moleste y resulte incómodo, de pasarse una o dos semanas malcomiendo en tabernas para turistas, apretujado en la cabina de un avión, soportando temperaturas asesinas frente a cercos de ruinas, todo para tener algo que contar a primeros de setiembre. Ahora no. Mi hijo de año y medio me ha brindado el mejor regalo de mi vida: la posibilidad de permanecer cómodamente en casa sin necesidad de inventar excusas. Lo cual no significa que uno se esté quieto, desde luego. He viajado, sí, pero de una manera mucho más cívica y confortable. Mi santo patrón es el duque Des Esseintes, de Joris-Karl Huysmans, que razonaba así frente a una guía turística de Londres, adonde quería ir, pero le daba pereza: “Pero, ¿para qué moverse cuando uno puede viajar tan magníficamente sin tener que levantarse de la silla? ¿Acaso no se encontraba ya en Londres? ¿Acaso su atmósfera peculiar, sus olores característicos, sus habitantes, sus alimentos y sus utensilios no lo rodeaban ya por todas partes? ¿Qué podía esperar encontrar allí sino nuevas desilusiones…?” (À rebours, capítulo XI, in fine. Traducción de Juan Herrero, en Cátedra).


Arenque, patatas y best sellers. De manera que yo, este verano, me he hecho un poco el sueco. En primer lugar, me he tragado de golpe y casi sin masticar (tampoco es alimento que exija mandíbulas muy potentes) los tres ubicuos volúmenes del Millennium de Stieg Larsson. Y para completar mi educación nórdica, he hecho excursiones intermitentes a Ikea, donde he adquirido diversos productos gastronómicos que he disfrutado (o no tanto) apaciblemente en el salón de casa. Mi favorito, el Senaps Sill o arenque ahumado con mostaza, también disponible en versiones con caldo de eneldo (Dill Sill) y de cebolla con zanahoria (Inlagd Sill). Aparte, naturalmente, las patatas fritas con sabor sintético a cebolla y pinta de cartón de embalar, a un euro el pelotazo. Reconozco que busqué por todos los expositores y estanterías de Ikea Food ese Pan pizza (sic) que tanto consume Lisbeth Salander, pero no di con él. Aun así, los arenques sirvieron para formarme una idea más o menos cabal del escenario en que transcurren los sucesos reflejados en la trilogía.


Al norte del edén. Mi opinión sobre los mamotretos más populares del verano, con especial hincapié en la tercera entrega, ha quedado ya descrita en otro lugar, así que no deseo repetirme. Simplemente contaré qué tipo de Suecia he encontrado al asomarme a esta intriga de hackers, maltratadores de la peor catadura y policías con problemas familiares. Observo que, según Larsson, su país es un lugar de un nivel de civilización envidiable, donde, entre otros aspectos de salud democrática, los homosexuales ocupan puestos directivos, los maridos (artistas por añadidura) admiten con deportividad que su señora caliente la cama con un amante bien parecido, la prensa posee poder para intimidar a las fuerzas del Estado y un artículo en una revista mensual es capaz de derrumbar a un gobierno en pleno, los inmigrantes pueblan las oficinas de todas las empresas y del funcionariado público y los fines de semana la gente dedica el tiempo libre a navegar. Decidme: con semejante panorama, ¿no es mejor quedarse en casa y soñar con Suecia? ¿Qué hará uno si al descender en el aeropuerto de Arlanda se encuentra con cabezas rapadas que escupen o pedigüeños arrumbados en las esquinas? Lo que no sucede tiene un par de ventajas sobre lo que sí: en primar lugar pesa menos; y luego, nunca ha de competir contra ilusiones mejor amuebladas.