martes, 6 de enero de 2009

La reina del país del oro negro


Siempre en su empeño por fertilizar mi seco cerebro, Viernes me hace llegar ahora un libro, los Memories of riddles and sand (Cornell University, 1989) de la arqueóloga belga Alma Marten. En el vigésimo octavo capítulo del volumen, editado en el recio papel de las enciclopedias de antes, Marten relata su expedición a Rhodesia en la década de 1930 y la búsqueda de la tumba de un antiguo monarca local, cuya cultura sería supuestamente responsable de las construcciones de la colina de Zimbabwe. Doy detalles para los profanos: hacia 1860, un misionero alemán llamado Merensky supo de unas viejas ruinas a unos 150 kilómetros al norte de Limompo, que no pudo visitar debido a complicaciones administrativas; en su lugar lo hizo el cazador británico Adam Renders, y sobre todo un explorador alemán, Karl Mauch, que estuvo a punto de morir en la travesía desde el río Zambeze y fue hecho prisionero por el dueño de la región, un caudillo karanga llamado Mapunsure. Con posterioridad, Mauch publicaría hasta tres descripciones de las ruinas junto con un plano y dibujos, y las consideraría el último vestigio de una civilización borrada que dominó parte de África Oriental durante el segundo milenio antes de Cristo; en su poder se hallaban las míticas minas de oro de Rhodesia, de las que, al parecer de ciertos expertos, fueron arañados los tributos que el sapientísimo Salomón recibió de la reina de Saba.

La primera prospección de valor del yacimiento fue realizada por la profesora Gertrude Caton-Thompson, cuyas conclusiones, de un rigor científico inapelable, se recogieron en su obra de 1929 Zimbabwe Culture. Fue ella la primera en mencionar la cámara subterránea debajo de la construcción conocida como el Templo, que en la colina de Zimbabwe remata la falda oriental; y a esa cámara dedujo Alma Marten que se refería cierto anticuario de Dakar cuando le habló de la tumba de Aísha, una reina lejana del país del oro negro (la conexión fonética con la Ayesha de Ridder Haggard parece algo más que casual). En concreto, el anticuario de Dakar mencionó la tumba con objeto de prestar interés a una bagatela de madera de cedro que tenía arrumbada en su almacén desde décadas atrás y que no sabía cómo vender. Se trataba, describe Marten, de un triángulo equilátero con un árbol, un río o una raíz grabado a punzón, del tamaño de una mano abierta. Marten se llevó el objeto por una suma nada desdeñable y después de un regateo que se pareció mucho a un combate de lucha libre y en el que fue asistida por Marlango, el mono que le servía de mascota, y su joven ayudante tibetano Gupta. Con ellos puso rumbo a Rhodesia y alcanzó las ruinas de Zimbabwe en otoño del mismo año, es decir, al comienzo de la estación de las lluvias. Las diversas peripecias que jalonaron la expedición no vienen ahora al caso, aunque quizá las mencionemos en alguna otra ocasión; lo que nos interesa saber es que en cierto momento Marten se halló frente al bloque de granito que cerraba el recinto mortuorio y que para salvar ese último obstáculo necesitaba una llave.

La civilización a que había pertenecido la tumba había diseñado un complejo mecanismo de rampas, cisternas y pasadizos que servía para proteger sus secretos o para hundir al profano en ellos por los siglos de los siglos cuando su curiosidad se volviera más inoportuna de la cuenta. El bloque de granito se desplazaba sólo si se introducía el objeto correcto en un agujero de forma cuadrada excavado en la roca. Marten se sintió estafada: el anticuario de Dakar le había asegurado que para penetrar en la tumba no necesitaba más que su triángulo de cedro, pero ahora ese requisito se convertía en cuadrilátero. Durante un rato miró estúpidamente aquellas dos figuras geométricas sin saber qué hacer, hasta que Marlango, el mono al que había salvado de la muerte en un mercado indonesio, llamó su atención con un gemido.

—Uh, uuh, uuuh —sugirió Marlango señalando el triángulo de madera y a continuación girando el pulgar hacia el cuadrado del muro.

—Sí, hasta yo puedo comprender que esta es la llave que debería abrir esa cerradura —repuso Marten con fastidio—. Pero, por si no te has dado cuenta, y entiendo que quizás tu cerebro de simio no te lo permita, hay una sutil diferencia de contorno entre el hueco y la madera. Un triángulo no puede convertirse en cuadrado por las buenas.

Fue aquí donde Marlango enseñó los dientes, o las piezas deslucidas que ocupaban su puesto. Había aprendido a fumar robando cigarrillos a su antiguo dueño en las ferias de Vietnam y Camboya y el humo había convertido su boca en un cementerio de cosas amarillas.

—No hay peor error que el de no advertir que uno yerra —sentenció entonces el joven Gupta, no menos proclive al aforismo que cualquier nacido al este del Indo—. Sólo con el tercer ojo puede percibirse el cuarto lado de un triángulo.

Lo cual hizo a Alma Marten sumirse en turbias reflexiones. ¿Tenían razón su mascota y su ayudante aficionado a la sabiduría barata? ¿Existe algún método para convertir un triángulo en un cuadrado? Señalemos aquí que Alma era nieta del famoso Olaf Marten, matemático de renombre que realizó algunas aportaciones señeras en el ámbito del álgebra y la teoría de conjuntos. Así que su mente bien acondicionada no tardó en aportarle visos de alguna solución.

Viernes me propone que resuelva el enigma. Me informa de que es posible construir un cuadrado si dividimos previamente un triángulo equilátero en cinco piezas, pero él exige que esas piezas sean sólo cuatro. Aceptaré sugerencias hasta dentro de cuatro semanas, en que premiaré sin empacho a cualquiera de mis lectores que pueda atisbar una solución sirviéndose de papel y tijeras. La recompensa: el primer volumen de las Obras completas del insigne escritor de ciencia ficción Kilgore Trout.

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