jueves, 29 de enero de 2009

El filósofo y los crímenes


Para variar, el Babelia de la semana pasada traía dos o tres artículos dignos de ser recorridos con atención, entre ellos una esquela de Fernando Savater acerca de Poe sobre la que no me extenderé y que parecía dictada por el buen tino: en general, Savater es mucho mejor lector que escritor (virtud a medias que comparte con otros prohombres como Javier Marías) y cuando se pone a hablar de lo que ocupa su biblioteca o de cómo llegó hasta ella merece la pena oírle. Pero en fin, no era —he dicho— a Savater a quien quería glosar, sino a Justo Navarro. En una página impar, el malagueño hacía análisis de los productos más recientes de la novela policíaca y recurría a una comparación que me resultó bastante jugosa. No sé si venía a colación o no, en el caso de que este tipo de analogías vengan a colación alguna vez. El caso es que Navarro citaba a Wittgenstein y mencionaba la pasión que mantuvo toda su vida por las novelas de detectives, que le gustaba diseccionar, destripar y abrir en dos, y que ocupaban inveteradamente el brazo de su sillón de orejas. Tomando a Wittgenstein por pretexto, digo, Navarro se lanzó a una comparación que me agradó, y que expongo aquí in extenso (el artículo de Babelia estaba obligado a las restricciones forzosas del espacio y el tiempo de entrega) para iluminar a los más bisoños.

No sé cuál será su instrucción filosófica, pero Navarro comienza exponiendo correctamente que la historia de la Filosofía cuenta no con un Wittgenstein, sino con dos. En realidad son el mismo, si es que podemos pretender ser los mismos que fueron al colegio con nuestro nombre o se emparejaron con una señorita —o caballero— a la que hoy sólo dedicaríamos una mirada de paupérrimo interés. En fin: el llamado Primer Wittgenstein (en adelante WI) es un autor que desarrolla su carrera en torno a la segunda década del siglo XX y que tiene por obra de cabecera el sesudo y sonoro Tractatus Logico Philosophicus (1922), que encandilaría a Bertrand Russell y las mentes mejor oreadas de Cambridge. Luego de concluir dicho tratado, Wittgenstein llegó a la conclusión de que todos los problemas filosóficos habidos y por haber habían quedado resueltos en su libro y que no se podía añadir una coma más a la historia del pensamiento, así que desapareció. No exagero: se largó a una aldeíta de las montañas austriacas a dar clases en un colegio, donde pasó varios años borrosos como profesor de matemáticas, haciendo senderismo, tocando el clarinete (parece que tenía buenos dedos) y leyendo novelas de crímenes. Por fin, algo encontró en su soledad alpina que le sugirió que aquellos problemas que había dado por zanjados no lo estaban del todo y regresó a Cambridge. Aquí es donde se inicia el conocido como Segundo Wittgenstein (en adelante, WII), que permanecería hasta su muerte en la universidad rodeado de un concurrido círculo de incondicionales, dedicado a desentrañar crucigramas y los acertijos de los periódicos, amén de conservar su predilección por la novela criminal. El título capital de esta segunda etapa son las Philosophische Untersuchungen, o Investigaciones filosóficas, de 1953. Toda la especulación de Wittgenstein, a lo largo de su doble recorrido, tiene por objeto el lenguaje, el modo en que el lenguaje recrea la realidad y cómo podemos servirnos de él para transmitir nuestras experiencias o conocer el universo que nos rodea: es uno de los pioneros de eso que Richard Rorty llamaría el linguistic turn o giro lingüístico del pensamiento del siglo XX. Para entendernos, y sin meternos en más ciénagas de las imprescindibles, las teorías de uno y otro podrían describirse del modo siguiente.

WI es un devoto de la lógica matemática y considera que todo lenguaje correcto, que signifique algo, debe plegarse necesariamente a las estructuras lógicas. No sabemos lo que es la realidad, ni podremos saberlo jamás; sin embargo, nuestra mente, organizada de manera lógica, extiende sobre las cosas una especie de malla que nos permite organizarlas, distribuirlas, comprenderlas o creer que las comprendemos. Así, toda frase articulada debe imitar una situación articulada del mismo modo en la realidad: hay un isomorfismo lenguaje-mundo basado en la estructura lógica. Si queremos conocer el mundo, forzosamente debemos filtrarlo a través de redes lógicas, incluirlo en dichos moldes. Lo que queda más allá de ella, descripción de estados no sujetos a dicho rigor, carecería simplemente de sentido. Esto no significa que no posea importancia, antes al contrario, sencillamente quiere decir que no se puede hablar de ello como una forma de conocimiento. Es decir, hablar de ética, de metafísica, de religión, de poesía, es hermoso pero se halla desprovisto de utilidad, de forma, de destino. De ahí la famosa proposición séptima del Tractatus, citada hasta la saciedad: Wovon man nicht sprechen kann, darüber muss man schweigen (“Sobre lo que no se puede hablar, debemos callar”).

WII resulta algo más humano. Consciente de que la doctrina del Tractatus suponía un reduccionismo, llega a la conclusión de que no existe una forma correcta de lenguaje, como no existe una forma correcta de vida. Hay múltiples lenguajes, miríadas de formas de comunicarnos, igual que existen una multiplicidad de formas de conocer y entender el mundo. En WII, el lenguaje es segregación o resultado natural de la forma de vida, va indisolublemente unido a nuestro modo de estar en la realidad y de interactuar con ella. El lenguaje constituye una especie de juego al que nos plegamos y cuyas reglas dicta el tipo de actividad que realicemos: hay un idioma —y un mundo— específico de los aborígenes australianos, de los zapateros, de los informáticos, de los adolescentes, de las mujeres, de los miembros de un equipo de fútbol, y así hasta el infinito. WII llama a estas pequeñas burbujas de sentido Sprachspiele, o “Juegos de lenguaje”.

Aprovechando la querencia que Wittgenstein mostró a lo largo de toda su vida por la novela criminal, Justo Navarro erige una comparación interesante. Igual que la historia personal del filósofo, la del género policíaco se parte también en dos mitades. La primera abarcaría aproximadamente desde su invención, a mediados del siglo XIX, por Edgar Allan Poe, hasta los salvajes años veinte del siglo siguiente. Es esta la época del análisis, de la regla estricta, del uso del frío raciocinio. Su pureza silogística, la transparencia de sus razonamientos, la exigencia de un férreo rigor deductivo entroncarían esta fase con la filosofía de WI, donde el universo, repetimos, consiste en un firme armazón lógico más allá del cual todo es sinsentido y caos. Si pretendemos comprenderla, entonces la realidad ha de obedecer un conjunto de preceptos rígidamente establecidos; si pretendemos comunicarnos, el lenguaje ha de respetar ese mismo reglamento; si pretendemos resolver un crimen, la solución ha de hallarse al final de una escalera de deducciones impecables. Es el tiempo de los detectives a priori, a distancia, que no necesitan husmear pistas en el escenario del crimen para alcanzar una solución: ésta llega motivada por las meras leyes de la razón. Confieso que esta es la era de la novela detectivesca que más me interesa y cuyos argumentos más exigentes resultan: Poe, Conan Doyle, Chesterton, Dorothy L. Sayers, Agatha Christie, Carter Dickson pertenecen todos a esta escuela finamente británica.

La segunda época está marcada por la emigración del género a los Estados Unidos. Aquí interesan menos los laberintos intelectuales que el retrato social, el dibujo de los personajes, el ritmo de una prosa que recoja adecuadamente la vida en su constante flujo y reflujo, con sus aspectos más luminosos y, sobre todo, los más turbios. Esta etapa se correspondería bien con la filosofía de WII, donde la austeridad de la forma lógica cede paso a la promiscuidad, a la explosión multicolor de formas de vida. El lenguaje ha de retratar el movimiento, la actividad, el pie de calle: e igualmente el detective ha de abandonar su frío gabinete para bajar al estanco y la licorería y dejar de hablar con el mayordomo para relacionarse con el gángster. Nos hallamos ya entre las páginas de Dashiell Hammet, Chandler y el género negro. El resultado es que la novela policíaca pierde la severidad de la trama y con ello se aleja ese aroma a juego intelectual que la emparentaba con el ajedrez y otros sutiles rompecabezas, pero a cambio gana en psicología y en verosimilitud, cuando no en crudeza. Internándose en los barrios bajos, la literatura policíaca pasa a ejercer la denuncia social y se vuelve responsable, engagée. Aunque por supuesto hay excelentes productos en esta segunda variante, no puedo evitar que en su comparación con la anterior me parezca algo chusca, barriobajera y estridente. Por supuesto, se trata tan sólo de una apreciación personal de la que no trato de convencer a nadie.

La literatura policíaca analítica (si puedo llamarla así) mantiene lazos cordiales con la filosofía: a menudo insignes pensadores, reales o ficticios, han puesto a prueba su raciocinio con objeto de resolver un crimen. Platón es uno de los personajes de La caverna de las ideas de José Carlos Somoza, una de las intrigas más inteligentes que se han escrito en nuestro país; Aristóteles protagoniza una curiosa serie criminal debida a Margaret Doody; Kant juega un papel esencial en la Crítica de la razón criminal de Michael Gregorio; y cómo no acordarse del célebre Guillermo de Baskerville, hermano bastardo de Roger Bacon o Guillermo de Ockham, en El nombre de la rosa. Ludwig Wittgenstein no ha sido una excepción. Forma parte del reparto en el curioso Sherlock Holmes y el caso del anillo de los filósofos, de Randall Collins, recientemente reeditado con el mimo de siempre por Valdemar.

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